CINE EN PLATAFORMAS
ESTRENO EN FILMIN
El cine hindú (el buen cinéfilo lo sabe) es un gigante en términos de producción: en la India se filman más de 1.000 películas al año, una auténtica barbaridad que no alcanza ninguna cinematografía, ni siquiera la norteamericana. La clave está en el precio muy barato de las entradas de cine, lo que hace que, aún hoy, con el empuje de las plataformas, que está desbancando al cine en salas en todo el mundo, allí la asistencia a los locales cinematográficos siga siendo muy numerosa. En términos artísticos la India tuvo su gran momento con Satyajit Ray (1921-1992), autor de una filmografía memorable, en especial la conocida como Trilogía de Apu, compuesta por Pather Panchali, Aparajito y El mundo de Apu. Pero, muerto Ray años ha, el cine hindú nunca más ha brillado en términos artísticos, aunque sí en términos comerciales, aunque casi siempre de puertas para adentro, en especial con el acuñamiento del término Bollywood, que inicialmente se dio al peculiar cine musical que se hacía en Bombay en los años setenta, pero que con el tiempo, en una curiosa metonimia, ha dado nombre a prácticamente todo el cine de corte musical o de comedia que se hace en el gigantesco país en su conjunto. Ese cine musical, pero también el que incide en folletinescos melodramas, constituye el grueso de la enorme cosecha cinematográfica hindú desde hace décadas.
Pero desde hace unos años se empiezan a ver algunas señales de que algo está cambiando, en cuanto al cine, en la India. Siguen, por supuesto, los entretenimientos superficiales o elementales, para consumo de usar y tirar de los casi 1.500 millones de personas que habitan la nación hindú, pero también se comienzan a observar algunas muestras de que se está haciendo, todavía de forma muy minoritaria, otro tipo de cine, un cine con una preocupación social. Y, lo que no deja de ser aún más interesante, ese nuevo (y todavía escaso, es cierto…) cine hindú está realizado en gran medida por mujeres, en un país, la India, que pasa por ser uno de los más acendradamente machistas del mundo (y eso que tuvieron una mujer, Indira Ghandi, al frente del estado durante 15 años…).
Pues desde hace unos años, como decimos, nos llegan algunos títulos hindúes, casi siempre dirigidos por mujeres, que presentan otras historias, más imbricadas en la realidad, y también con frecuencia en tono de denuncia (con sus grados, niveles y matices) de la situación femenina en el país del Mahatma Gandhi. Títulos como La estación de las mujeres, de Leena Yadav, Señor, de Rohena Gera, La luz que imaginamos, de Payal Kapadia, y ahora esta Secretos de un crimen, de Sandhya Suri, revelan un nuevo e ilusionante cine indio visto por mujeres, con una perspectiva sin duda distinta de sus colegas varones.
Secretos de un crimen (por cierto, un insulso título español para el original, Santosh, el nombre de la protagonista) se ambienta en nuestro tiempo, en un estado al norte de la India. Conocemos (en una escena inteligentemente elíptica) la tragedia de la viudedad de Santosh: su marido, oficial de policía, ha muerto en el transcurso de una violenta manifestación en una población de mayoría musulmana. La familia del muerto se niega a “cargar” con la viuda, así que esta recurre a la Policía, quien le dice que hay un nuevo programa del gobierno en el que, “por compasión”, permiten que las viudas de los agentes muertos en acto de servicio “hereden” el puesto de sus maridos. Santosh acepta, aunque con dudas, y pronto, en sus nuevas funciones, se ve inmersa en la investigación de un crimen que conmociona a la ciudadanía, la violación y asesinato de una adolescente de una humilde familia rural. Bajo el control de una experimentada oficial, Geeta, Santosh encuentra la que puede ser la clave del crimen, unos mensajes en el móvil de la asesinada, de una conversación entre ésta y el que parece su novio, Saleem, que podrían inducir a pensar que este fue el asesino…
Llama la atención que este sea el primer largometraje de Sandhya Suri; hasta ahora se había desempeñado como documentalista y también como cortometrajista. Es cierto que ha contado con una excelente formación en la prestigiosa National Film and Television School, y que este primer largo ha estado auspiciado en buena medida por el laboratorio de directores del Instituto Sundance, pero aún así llama la atención la sobriedad, la firmeza en la puesta en escena, incluso el estilo modesto pero seguro y fiable, sin concesiones, con el que está contada su historia.
Estamos ante un thriller que, en la mejor tradición del cine negro (USA, francés o de cualquier otra parte), utiliza los códigos del género para denunciar atrocidades, en especial la impunidad del rico, pero también la connivencia policial para que sea posible esa impunidad del poderoso, una obscena impunidad que les permitirá no solo cometer desmanes canallescos, sino incluso prácticamente ufanarse de ellos, a sabiendas de que están blindados y será imposible que alguien les acuse por sus crímenes. Pero también dará estopa Suri a estamentos como la propia Policía, que no solo encubre las felonías de los gerifaltes, sino que incurrirá ella misma en alevosos crímenes, a través de crudelísimas torturas hacia inocentes que estuvieron en el sitio equivocado en el peor momento, y que servirán como chivos expiatorios en lugar de los verdaderos asesinos.
Hay en la película, y en su moraleja final, que no destriparemos, pero que no es difícil de adivinar, un aire ciertamente desesperanzado: quizá no se pueda hacer nada contra un estado de cosas que permite que los agentes policiales hombres traten con una inicua condescendencia a sus pares femeninas, o que el sistema proteja absolutamente al que más tiene, mientras denigra, se burla y trata a patadas al ciudadano al que se supone que sirve, sea cual sea su casta.
Suri busca a fondo el realismo, un realismo tamizado por un detallismo de humilde clase trabajadora, sin renunciar a presentar también con frecuencia algunos de los más paupérrimos ambientes de la India, recordando con ello su pasado de documentalista con una marcada preocupación social. Hay mucho detalle observacional sobre la gente, sobre el paisaje urbano y humano en el que se inscribe la historia, el estado de Uttar Pradesh, al norte de la India, en un relato peculiar, en el que no prima tanto la investigación como la observación. En su busca de ese realismo, Surii utiliza solo música incidental, la que suena en los móviles o las radios de los personajes, obviando la habitual banda sonora musical escrita “ad hoc”, lo cual no quita para que en los créditos aparezca la compositora británica Luisa Gerstein como autora (¿) de la música.
Bajo la mirada de Suri, no solo la Policía india y su trato vasallo hacia el poder resulta descorazonador; tampoco se libran otros estamentos, como los forenses, pintados aquí como gente que simplemente firma las autopsias que perpetran (no parece que haya un verbo más apropiado…) personas sin formación.
Buen trabajo interpretativo, en especial de la protagonista, Shahana Goswami, de ya larga trayectoria actoral, a pesar de su juventud, cuyo personaje requería una introspección que fuera, sin embargo, transmisora de sus inquietudes y dudas, y ella lo consigue muy atinadamente. En un papel secundario pero importante, destaca Sunita Rajwar, como su jefa, en un personaje sumamente ambiguo, ni bueno ni malo, con una moral extraña que le permitirá, a la vez, participar y justificar un atroz acto criminal, y sacrificarse generosamente por otra persona por la que siente aprecio.
Del interés y estima que ha suscitado el film da idea el hecho de que fuera el elegido por el Reino Unido para representar a su cinematografía en los Oscars 2025.
(11-07-2025)
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