Parece que el director, guionista y productor (aunque su profesión inicial en cine fue la de montador, actividad que no ha abandonado) Mike Flanagan estaba predestinado a frecuentar el género de terror. Nació en Salem, Massachussets, el epicentro de aquel oscuro y ominoso suceso que la Historia conoce como “las brujas de Salem”, en el que el fanatismo religioso de la comunidad y la histeria se coaligaron para destruir la vida y la familia de buen número de personas, sobre todo mujeres. Pues esa nascencia debe dejar impronta, porque Flanagan, desde sus comienzos, se ha dedicado fundamentalmente al cine de terror. Es un cineasta bastante prolífico: aunque al comienzo de su carrera como director sus películas se espaciaban, en 2016 ha rodado nada menos que tres filmes: además de este Somnia. Dentro de tus sueños, ha estrenado Hush y Ouija. El origen del mal, y además, en 2017 ya ha terminado de filmar, y está en fase de post-producción, la adaptación de una novela de Stephen King, El juego de Gerald, que ya es ascender de categoría.
Porque hasta ahora Flanagan se ha movido en el terror de serie B (a veces Z…), con presupuestos modestos, historias interesantes, puestas en escenas correctas pero sin descollar especialmente. Su cine es apreciable, no molesta, no resulta irritante, aunque tampoco produce entusiasmos. De todo ello participa esta por lo demás agradable (en los términos en los que los aficionados al terror concebimos eso de “agradable”) película, una intriga hecha con pocos medios pero sin que esos escasos recursos se noten, en una historia que no es novedosa pero que nos llega por circunstancias especiales. La materialización de los sueños de forma terrorífica se ha llevado al cine, por supuesto, en numerosas ocasiones; recuérdese, sin ir más lejos, la dilatada serie cinematográfica iniciada con Pesadilla en Elm Street (1984), del especialista en el género Wes Craven. Sin embargo, la originalidad aquí consiste en que la persona que es capaz de corporeizar sus sueños es un pequeño de apenas 8 años, huérfano, adoptado por una pareja que ha perdido a su hijo de forma traumática; el chico adoptado no quiere dormir porque sabe que sus sueños se materializan, y si bien cuando estos son amables pueden ser emocionantes (revivir al hijo muerto, nada menos, aunque no sea sino un ectoplasma producido por la fase REM del pequeño soñador), cuando son pesadillas pueden convertirse en sucesos letales.
Esa fase emocional, con la breve recuperación pasajera de una imagen del hijo perdido, es de lo mejor de la película, la posibilidad, contra toda esperanza, de reencontrar lo más querido, aunque sea pura fachada, aunque sea una apariencia de vida. Sin embargo, el director y su habitual coguionista, Jeff Howard, no pueden evitar caer en la tentación del susto gratuito, y de estos hay unos cuantos, lo que lastra la credibilidad, la capacidad para crear terror y emoción a un tiempo.
La atmósfera de terror soterrado y creciente está razonablemente bien conseguida, y la película es cierto que funciona bien como humilde producto de terror familiar y juega sus bazas con habilidad. No es una obra maestra, ni siquiera una buena película en sentido estricto, pero resulta agradable para el aficionado. Un final extraño, que se aparta de los habituales del género, y que deja abiertas insospechadas posibilidades, se puede considerar también un acierto por parte de este cineasta que, por lo que parece, va a empezar a jugar ya en Primera División y al que habrá que seguir la pista.
Buena química la de la pareja protagonista, un Thomas Jane que está especializado también en cine de terror e intriga (recuérdense, por ejemplo, las kingianas La niebla y El cazador de sueños), y una Kate Bosworth que comenzó muy jovencita con El hombre que susurraba a los caballos, de Robert Redford, pero que después no ha llegado a triunfar como la interesante actriz que prometía ser. El pequeño Jacob Tremblay, al que descubrimos en la estremecedora La habitación, vuelve a dar un recital interpretativo, un crío enamorado del delicado mundo de las mariposas, cuyas alas batientes suponen la manifestación plástica del pavoroso mundo onírico que genera su mente al dormir.
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