El octavo episodio de Star Wars nos devuelve a ese universo conocido (muy, muy lejano, como recuerda cada nueva entrega de la poderosa franquicia) que los que tenemos cierta edad contemplamos por primera vez en pantalla grande, hace cuarenta años, con aquel primer capítulo que en España se llamó La guerra de las galaxias, al que con el tiempo se le añadió el estrambote de Una nueva esperanza, para que todos los episodios tuvieran una denominación uniforme. El caso es que con la serie Star Wars se da un suceso poco frecuente, y es que, aunque los nuevos capítulos resulten poco convincentes, a fuer de repetitivos (como le pasaba al episodio VII, El despertar de la Fuerza), o llamativamente infantiloides (caso del episodio II, El ataque de los clones), la mera escucha del inmortal tema principal de la banda sonora de la saga, original de John Williams, y después la visión de las aventuras de estos guerreros del futuro (o de un universo paralelo, vaya usted a saber…), nos sitúa en una zona de confort, una especie de cómodo útero materno en el que, está de más decirlo, nos encontramos tan a gusto…
Ello tiene sus pros y sus contras: pros, porque la inmersión durante dos horas y media (como es el caso) en ese universo tan conocido supone para el espectador un tiempo de bienestar reconfortante; contras, porque la anestesia que ello conlleva no es buena, en general, para evaluar cine, tendiéndose bajo sus efectos a dejar pasar por oro lo que quizá sea solo ganga.
El caso es que este octavo episodio se puede decir sin faltar a la verdad que tiene algo de oro y algo de ganga: se va en general por los senderos ya conocidos, que podemos llamar trillados si nos parecen repetitivos, o gratos si nos proporcionan la felicidad del calor del hogar; aquí hay un poco de todo. Lo cierto es que, aunque se ha dicho que parecía que se iba a hacer “tabula rasa” con los antecedentes “warsies”, no hay tal, sino que volvemos a los elementos ya tan conocidos: el Imperio, o mejor dicho su sucesor, en este caso, la Primera Orden, como heterónimo de un gobierno despótico, totalitario y abominable, una dictadura en contra de la democracia que representan los rebeldes; un individuo que ha caído del Lado Oscuro de la Fuerza (aquí Kylo Ren, el hijo de Han Solo, como en trilogías anteriores lo fue Annakin Skywalker), pero del que alguien cree que se puede recuperar para la causa del Bien; un Jedi renuente, Luke Skywalker, como antes, en la segunda Trilogía, lo fue Obi-Wan Kenobi; una nueva pulsión en la Fuerza, la joven Rey, también a la manera en la que el joven Anni Skywalker despuntara en el episodio I, La amenaza fantasma, aunque ésta ya se encuentra crecidita. Entre las novedades, la conexión telepática, incluso en efigie, entre Kylo Ren y Rey, algo hasta ahora inédito en la saga. Lo dicho, un universo conocido, reconocido y reconocible, que extasiará o epatará, según gustos.
Rian Johnson, el director y guionista, se dio a conocer hace unos años con una más que interesante película, Looper (2012), que jugaba con un desparpajo notable con los viajes en el tiempo, sin apenas liarse en tan procelosa temática (lo que ya tiene mérito…), consiguiendo una tarjeta de presentación que suponemos le ha valido para afrontar este film que es como dirigir un ejército, con cientos, quizá miles de intérpretes, técnicos, extras, efectos digitales… Como si Aníbal condujera su ejército a través de Hispania para atacar Roma. Quiere decirse que nada más que por hacer frente a tamaña faena ya cuenta con nuestra simpatía. Aparte de ello, el film adolece de cierta falta de ritmo, sobre todo en los pasajes que se desarrollan en Irlanda, donde se localiza para la ocasión el refugio del retirado Luke Skywalker: la estancia allí de la mentada Rey resultará con frecuencia bostezante; nada que ver con el trepidante ritmo que es consustancial, por supuesto, a las escenas de guerra, sobre todo las que se desarrollan a bordo de los cazas galácticos, todo un clásico (otro más…) en la saga.
En cuanto a los actores y actrices, aunque siempre es un gusto reencontrarse con viejos amigos, lo cierto es que tanto Carrie Fisher (fallecida poco después de terminar el rodaje) como, sobre todo, Mark Hamill, siempre fueron unos intérpretes muy limitados: la edad no los mejoró. Me quedo con la frescura de una Daisy Ridley, la Rey de esta nueva trilogía, en un personaje que puede dar mucho de sí todavía, y, por supuesto, con Oscar Isaac, este guatemalteco que se ha hecho ya un hueco en el cine comercial USA, y cuyo personaje de Poe Dameron parece el heredero natural del personaje de simpático sinvergüenza que en la segunda trilogía correspondió a Harrison Ford y su rol de Han Solo. Por lo demás, confirmamos lo inadecuado de John Boyega (con menos carisma que una almeja) y, sobre todo, Adam Driver, cuyo Kylo Ren da más risa que miedo: ¡y es el villano!
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