El primer largometraje de ficción que dirigió George Lucas, con la producción de la American Zoetrope de Francis Ford Coppola, fue esta más bien ininteligible THX 1138. Resulta curioso, porque nada más lejos de este abstracto filme de ciencia ficción que el casi infantil La guerra de las galaxias (1977) que el mismo director perpetró seis años después, y que daría inicio a una de las sagas más provechosas, tanto comercial como socialmente hablando, del cine. Porque es evidente que la saga de Star Wars es un “must” dentro del cinematógrafo, moviéndose millones de dólares o de euros a su alrededor, no sólo en cuanto a los propios filmes, sino a un proteico merchandising que vende casi más que las películas.
THX 1138 se ambienta en un futuro indeterminado, que las gacetillas (que no el filme) cifra en el siglo XXV. En ese contexto, la sociedad parece haberse transformado en una especie de distopía en la que se mezclarían detalles de 1984, la novela de George Orwell, y de Un mundo feliz, de Aldous Huxley; en efecto, tenemos una permanente vigilancia por parte del Estado (o como quiera que se llame en ese tiempo futuro) de cuanto realizan sus ciudadanos (mejor súbditos), a la manera del Gran Hermano orwelliano; hay un estado policial, en el que la represión la llevan a cargo robots que los propios nacidos (así se conoce a los humanos) fabrican y reparan; hay una especialización como en gremios o en actividades que parecen predestinar para los restos a cada miembro de tan peculiar sociedad. Hay, claro está, un individuo que se rebela contra tal situación, y una reacción del estado represor.
THX 1138 parece estar contaminado de un cierto vanguardismo mal entendido de la época, en la que parecía que todo debía ser muy críptico, confundiendo quizá lo profundo con lo directamente incomprensible. Con todo, el filme es interesante por varios conceptos: el estilismo, en una película con un presupuesto escaso (no llegó a los ochocientos mil dólares), que jugaba con una preponderancia visual casi absoluta de lo blanco, como símbolo de una pureza impostada; no en vano un estado policial de estas características no puede reivindicar, objetivamente, tal pureza, cuando está viciado de origen; sin embargo, en ese contraste, en esa paradoja, se juega con el final y el violento tono rojo y naranja del último plano, algo en las antípodas (también cromáticas) del permanente tono blanco del resto del filme; la distopía tecnológica, con los ciudadanos aherrojados por las tecnologías que lo reprimen, en un discurso que el cine ha hecho suyo posteriormente “ad nauseam”, pero que evidentemente en aquella época resultaba original, casi prístino; la interpretación, en tono casi de autómata, de los personajes humanos, emparentándolos entonces con los androides policiales (por cierto, evidentes abuelos putativos del célebre C3P0 de Star Wars, aunque sin la capacidad humorística de éste); curiosamente hay incluso una velada línea argumental sobre cierta tendencia homosexual en uno de los protagonistas, un individuo con influencias dentro del sistema, que utilizará en su beneficio para poder trasladar a la pareja femenina del apartamento del protagonista y ocupar él su lugar; no hay alusiones sexuales (estamos en 1971), pero la conclusión, y la intención, parecen evidentes.
Entre los intérpretes me quedo con Robert Duvall, tan buen actor como siempre, incluso cuando, como en este caso, tenía que actuar con cara de estaca. También aparece un Donald Pleasence que ya entonces era un actor sumamente prolífico, y que además lo hacía todo bien.
Como curiosidad habrá que decir que el guión es del propio Lucas, en colaboración con uno de sus colaboradores más estrechos, Walter Murch, un hombre que sin embargo no se especializó en la escritura de guiones (como ocurrió excepcionalmente en este caso), sino en el sonido y la edición de sonido, disciplinas por las que ganó en total hasta tres Oscar.
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