CINE EN PLATAFORMAS
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Isabel Coixet pertenece a la generación de directoras españolas que, a partir de los años ochenta, tomó el relevo de la anterior (y tan magra) quinta de cineastas hispanas (Miró, Molina, Bartolomé). Sobre su obra el lector interesado puede consultar en Criticalia los artículos Premio Nacional de Cinematografía 2020: Isabel Coixet (I). La mujer, el amor, el mundo e Isabel Coixet (y II). El documental, la productora, los títulos.
Coixet adapta aquí la novela homónima de Sara Mesa, uno de los valores preeminentes de la literatura española de este siglo, madrileña de nacimiento, sevillana de crianza y adopción, con premios ya de toda laya a pesar de su relativa juventud (aún no ha cumplido los cincuenta años): Nacional de Poesía, Cálamo, Ojo Crítico de Narrativa, Málaga de Novela, Andalucía de la Crítica... No es nada aventurado decir que, con el tiempo, recibirá el Nacional de Literatura y, probablemente, el Princesa de Asturias e incluso puede que el Cervantes.
Un amor, publicada por Anagrama en 2020, fue considerada en su momento la novela del año por los periódicos El país y La vanguardia, y, según tiene declarado Coixet, enseguida intuyó que en aquel material literario podía haber una película. El film se ambienta en un pueblo de la España profunda (en este caso algunos pueblecitos de La Rioja), a donde llega Natalia, a la que todos llaman Nat, una joven traductora que anteriormente se ganaba la vida traduciendo las palabras de las personas que llegan a España en busca de refugio; los tremendos testimonios de esos aspirantes a refugiados la devastan emocionalmente, así que decide, aunque pierda dinero, mudarse al campo para dedicarse a la traducción de textos en los idiomas que domina, esperando así encontrar la paz de espíritu; aparentemente bien acogida de entrada en el pueblo (salvo por el casero, un tipo infecto y avasallador que la maltrata verbalmente, intuyendo su vulnerabilidad), pronto se encuentra con un dilema: con graves problemas en el techo de la vivienda, que hacen que se cale por todos lados cuando llueve (y allí llueve casi constantemente...),y sin dinero para arreglar los tejados, un vecino, Andreas, al que todos llaman El Alemán, experto en hacer trueques con los moradores del lugar, le ofrece arreglárselos él, a cambio de que le deje “entrar en ella”, que tenga sexo con él porque ya no tiene edad de ponerse a cortejar, etcétera...
Nos parece evidente lo que interesó a Coixet de la novela de Mesa: un personaje central femenino, emocionalmente afectado (como la protagonista de algunas de sus pelis, como La vida secreta de las palabras, o Cosas que nunca te dije, o Elegy), en su relación con un universo o microcosmos cerrado (como en la plataforma petrolífera de la citada La vida secreta...), y como diana de los dardos de los miembros de ese microcosmos (aquí prácticamente todos los vecinos, de una u otra forma, como en La librería o en Elisa y Marcela).
Quizá lo más llamativo de Un amor, como película, sea la pasión sexual devoradora que consumirá a Nat en sus encuentros con Andreas, inicialmente pactado como un (muy peculiar, por decirlo de alguna forma) trueque, que posteriormente, y de forma gradualmente más tórrida, se irá convirtiendo para ella en una obsesión sexual que (digámoslo sin ambages) parece un tanto pillada por los pelos, si tenemos en cuenta que el objeto de esa obsesión tiene un barrigón de record Guinness y no es, ni de lejos, George Clooney ni Brad Pitt. Por supuesto, el deseo es inextricable, nadie sabe a qué obedece ni cuáles son los inexplicables caminos que conducen a la excitación, pero en este caso parece, al menos, cuestionable una tal pasión de la jovenzuela por el cuarentón con barriga XXL. Haciendo abstracción de la verosimilitud, o no, de esa volcánica pasión, habría que preguntarse también hasta qué punto las propias inseguridades de ella, constantemente expuestas (no se atreve a enfrentarse al casero, deja que el vecino sibilino se cuele en su vida sin oponerse, no afronta las veladas desconsideraciones de su vecina pija...), no encuentran en esa entrega absoluta a la lascivia la forma de liberarse de sus angustias, de sus miedos.
Hay en el personaje de Nat, de todas formas, una evolución que la irá endureciendo, que la irá haciendo ser más madura y teniendo una mayor capacidad de enfrentarse a las taimadas vejaciones o directamente brutales ataques, una evolución que tendrá que ver, seguramente, con su encoñamiento con El Alemán y su posterior, y tan traumática, ruptura, lo que supondrá en su vida un antes y un después, y la preparará (junto al único ser vivo que se ha mantenido junto a ella siempre, sin hurtarle su lealtad, su perro hermafrodita y anteriormente tan castigado, al que ella llama Sieso) para dar cumplida, aunque siempre muy personal, respuesta a los vecinos del pueblo; porque, y en eso la película es ciertamente muy pesimista, los personajes que pululan alrededor de la protagonista serán, cada uno a su manera, tóxicos: El Alemán, por su insensibilidad y su complejo de superioridad ante quien expresa su dolor de espíritu; Píter, el bohemio que hace vidrieras horribles, por su torticera forma de intentar meterse en su cama, creyendo abyectamente que, si ha follado con otro vecino, también puede (incluso debe...) hacerlo con él; el matrimonio pijo de la ciudad que va los fines de semana a airearse, con sus niñas repipis que hablan en inglés y con su mundo perfecto, porque la desprecian porque haya tenido la osadía de tirarse al manitas del pueblo (aunque en un momento dado se insinúa que la esposa del tan perfecto matrimonio también se ha beneficiado al Alemán...); el casero porque, a su brutal manera, sin la sutileza de Píter, pretenderá lo mismo que éste, con resultados desastrosos para él; la pareja de ancianos, porque cuando la prota se encuentra en el ojo del huracán por un desgraciado incidente, es despedida con buenas palabras, pero despedida fulminantemente...
Todos los seres humanos circundantes a la prota, entonces, serán tóxicos. Todos, en mayor o menor medida, cada uno a su manera, harán la vida imposible a Nat, sus palabras aparentemente amables no esconderán sino intereses inconfesables o, en el mejor de los casos, la intención de no involucrarse en algo que les puede resultar incómodo. Una pésima opinión, entonces, sobre el género humano, en una directora que en sus últimos films (La librería, Elisa y Marcela...) parece ir tiñendo su obra de una cierta desesperanza, de un desaliento ante el homo sapiens.
Un final directamente metafórico, con licencia artística “king size” (ojalá pudiera haber sido así...) completa un film sólido, rodado con la firmeza y seguridad de quien es, sin duda, una de las mejores (y de “los” mejores”) cineastas españoles de los últimos tres decenios, un descenso al infierno de las comunidades rurales que parecen el paraíso sobre la Tierra, pero que pueden llegar a ser, cuando menos, un purgatorio...
Buen trabajo interpretativo (Coixet siempre ha sido muy buena directora de actores y, sobre todo, actrices), con una Laia Costa muy metida en su papel, esa joven vulnerable que se verá arrastrada por una fiebre sexual que ni ella misma entiende, lo que desencadenará una espiral de consecuencias negativas en aquel idílico lugar de imponentes macizos rocosos. Buen trabajo también el del libanés (de origen armenio) y nacionalizado español Hovik Keuchkerian, en un personaje ciertamente complejo, a la vez bruto y sexy (bueno, más o menos...), y el de Hugo Silva, que parece haber dejado atrás ya los papeles de tío buenorro para incorporar otros personajes de diversa laya, como aquí su taimado bohemio. García Jonsson, como siempre, estupenda, aquí consiguiendo hacer adecuadamente odiosa su perfecta madre, esposa y empresaria, un personaje quizá un tanto caricaturesco, pero seguramente reconocible para cada uno de nosotros si miramos en nuestro entorno... Y Luis Bermejo, por supuesto, siempre tan estupendo, generalmente en papeles positivos, aquí, en el personaje del casero, se convierte convincentemente en una mala bestia, en un genuino cabrón.
(14-11-2023)
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