Bibo Bergeron (nacido Éric Bergeron; París, 1956), formado en la prestigiosa Gobelins, l’ecole de l’image, se inició profesionalmente en cine a mediados de los años ochenta en el departamento de animación de algunos films franceses como Astérix en Bretaña, y de algunas series populares de la época, como la del entrañable elefantito Babar. El cine norteamericano lo fichó como animador o creador de “storyboards” para pelis como Rex: Un dinosaurio en Nueva York, hasta que saltó a la dirección en el país del Tío Sam, bajo la férula de DreamWorks Animations, el sello de animación de DreamWorks, la “major” creada por Spielberg, Geffen y Katzenberg. Para ese sello codirigió dos títulos que tuvieron cierta repercusión, La ruta hacia El Dorado (2000) y El espantatiburones (2004), la primera en dibujo animado tradicional, en 2D, y la tercera en digital, en 3D, para después volver a su país, Francia, donde, con coproducción de Luc Besson, realiza este Un monstruo en París.
La historia se ambienta en la capital francesa hacia 1910; conoceremos a Raoul, un tipo más bien enterado y engreído, y el más bien poquita cosa Emile; ambos están relacionados con el cine, con la exhibición concretamente, aunque Raoul va más bien de pícaro en ese asunto (y en todos los demás...). Este, que es más bien torpe, entra en el laboratorio de un científico en el que está expresamente prohibido tocar nada; él, por supuesto, que es más listo que nadie, lo toca todo, y provoca una explosión y con ella un pequeño desastre: agranda a una pulga hasta un tamaño superior al de un ser humano. A partir de ahí, se suceden en París las apariciones de ese supuesto monstruo, y la histeria se desata en las calles. El gobernador, un tipo infecto que solo mira por su propio beneficio, ve llegada la ocasión de encumbrarse matando al supuesto monstruo, pero la cantante Lucille, que lo conocerá, se dará cuenta que la pulga gigante es cualquier cosa menos una mala bestia: sensible, con buen oído para la música, realmente es un alma torturada que canta con gran sentimiento (eso sí, no se aclara cuándo dio la pulga clases de solfeo...), y entonces lo oculta en el local de su teatro musical, llamándolo Mon. Francoeur...
El argumento recuerda en cierta manera la historia de El fantasma de la ópera, de Gastón Leroux, con su supuesto monstruo que, desde luego, tiene mucha más humanidad que otros humanos. Estamos entonces ante la tragedia del monstruo que no lo es, convertido en alguien al que todos, aunque sin razón, temen. Como línea colateral a la central, que es la del presunto monstruo, tendremos la relación romántica (inicialmente pintada más bien como si fueran Pimpinela...) entre Raoul y Lucille, esta última no precisamente muy contenta de que él sea un tipo tirando a majadero, aunque con buen corazón, un pobre diablo que pretende aparentar lo que no es. Raoul será también en buena medida el elemento cómico que ponga el contrapunto de humor en esta historia de bella y bestia. El villano por antonomasia será el gobernador, un tipo fatuo y pagado de sí mismo, un individuo egoísta y ególatra, una auténtica (él sí) sabandija, en contraposición con la pulga que le ganaba de largo en humanidad. Con esa figura del político villano Bergeron se adhiere a la corriente de denuncia contra la clase política, lo que ciertamente, a la vista de cómo está el patio, parece pertinente (otra cosa es que no haya mucha alternativa a ellos, claro está...).
Formalmente, lo cierto es que la calidad del dibujo de esta Un monstruo en París es un tanto regular, con poco volumen en la representación de las 3D; sí nos parece acertada la utilización de fondos en dos dimensiones, lo que le confiere una agraciada estética, entre lo “vintage” y lo moderno. El dibujo es clásicamente antropomorfo, pero con piernas como juncos; así, algunos de los personajes parecen aves zancudas, con cuerpos imposibles para esas patitas tan delgadas.
La película tiene una parte final ciertamente conseguida, con una emocionante y espectacular persecución por el Paris novecentista, con la aparición de un artefacto actualmente tan “demodé”, pero también tan encantador, como un “zeppelín”, con una escena final que tendrá como escenario, lógicamente, la torre Eiffel. El desenlace, sin embargo, nos parece un tanto pillado por los pelos, un desenlace que cuadra a lo que interesa a los guionistas, pero no a la concatenación, a la lógica de los hechos mostrados.
La película tuvo un apreciable éxito comercial en su país, Francia, con 1,6 millones de espectadores, y además estuvo nominada a 2 César del cine francés.
(07-01-2022)
90'