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El 22 de julio de 2011 tuvieron lugar en Noruega dos atentados, consecutivos y relacionados, que supusieron en su conjunto el mayor ataque terrorista que se haya producido jamás en aquel idílico (salvo por la rasca que hace...) país del Norte de Europa. En primer lugar, hacia las 3 de la tarde, se produjeron en Oslo, en varios edificios gubernamentales, varias explosiones de artefactos que pusieron en guardia a las fuerzas de seguridad, que lógicamente acudieron a los lugares de autos para centrarse en esos hechos. Por otro lado, apenas un par de horas más tarde, hacia las 5, el mismo terrorista que perpetró esos actos criminales (un noruego de 32 años de ideología de extrema derecha) llegó a la isla de Utoya, a 40 kilómetros al Noroeste de Oslo, donde tenía lugar un campamento de verano de las Juventudes del Partido Laborista (equivalente en el resto de Europa a los partidos socialdemócratas); el terrorista, armado hasta los dientes, desató una masacre sin nombre, en la que mató a 77 personas, en su gran mayoría jóvenes en torno a los 20 años, e hirió gravemente a otros 99, además de causar importantes traumas psicológicos en más de 300 personas.
Esa tragedia, la peor que haya sufrido el país nórdico desde la Segunda Guerra Mundial, se ha visto reflejada en cine y televisión en varios productos audiovisuales, algunos hechos por la propia Noruega, como la serie 22. Juli, pero también por cinematografías extranjeras, como la norteamericana, que ha rodado, entre otras, 22 de julio (2018), a las órdenes de Paul Greengrass (aunque en coproducción con la propia Noruega e Islandia) y Utoya Island (2012).
Utoya, 22 de julio tiene producción exclusivamente noruega y se centra no tanto en la matanza ejecutada por el cabrón que responde (porque lamentablemente sigue vivo) al nombre de Anders Behring Breivik, autor de la espeluznante masacre, sino en sus víctimas. Erik Poppe, el director, concibe la historia vista desde la perspectiva de estas, o para ser más exactos, desde la perspectiva de una de las anónimas víctimas, ninguna en concreto, todas al fin y al cabo, una chica veinteañera que sueña con ser parlamentaria, a la que llaman Kaja; la chica está en la isla con su hermana menor, la problemática adolescente (sí, es redundante, lo sabemos...) Emilie, y sus amigos: Petter, con el que siempre está discutiendo cordialmente, quizá como forma de cortejo mutuo; Issa, de origen árabe, preocupado porque los atentados de Oslo se los achaquen al terrorismo yihadista, con lo que eso supondría de descrédito para los de su etnia; Magnus, al que acaba de conocer y está allí mayormente para ligar con chicas...
La cámara seguirá durante todo el metraje a Kaja, primero en su dulce deambular por el campamento, viendo a su hermana, charlando intrascendentemente con sus amigos, hasta que los primeros disparos en la lejanía y las carreras desesperadas de muchos chicos la avisan de que algo muy grave está ocurriendo. A lo largo de la película, en un falso plano secuencia (pero hecho magníficamente, de forma que es imposible saber dónde están los cortes), seguiremos a Kaja en su huida despavorida por la pequeña isla de Utoya (de solo 0,14 kilómetros cuadrados), a veces con sus amigos, en otras ocasiones sola, siempre intentando escapar del asesino, procurando dar aliento y consuelo a heridos y desamparados, una pequeña heroína anónima que no sabe que lo es.
Poppe, como queda dicho, opta por la arriesgada fórmula del falso plano secuencia, que tiene pros y contras. Como cosas positivas, evidentemente ello ayuda mucho a conseguir el efecto tensión, solo con dar las caras angustiadas de los chicos ante lo que está sucediendo, que no ven pero que intuyen; sin embargo, al tratarse de una única situación, aunque esta se va moviendo a lo largo de la isla, ello juega en contra de la historia, que a ratos se hace repetitiva.
Pero en su conjunto Utoya, 22 de julio es una película valiosa, que pone en el foco a las víctimas antes que al terrorista, al que se le niega la gloria de vérsele sembrando de muerte la isla; de hecho, a aquel cabrón rubio de 32 años, con cuyo aborto por parte de su madre todos hubiéramos ganado tanto (sobre todo sus inocentes víctimas), solo se le representa, y apenas entrevisto, en dos o tres ocasiones, y siempre en planos en los que aparece muy al fondo y unos escasos segundos: poco rédito (en realidad no se merecería ninguno) para un tipo que, si hay infierno, se pudrirá allí por toda la Eternidad.
Con frecuencia angustiosa, estremecedora en ocasiones hasta las lágrimas, Utoya, 22 de julio tiene más interés por las sentidas emociones que transmite que por sus reales valores cinematográficos, de los que de todas formas no está ayuna; Poppe ya demostró en su anterior La decisión del rey (2016) que es un cineasta competente, y aquí el alarde de aparentar el rodaje de un solo tirón de todo el film, con sus inevitables servidumbres antinarrativas, se demuestra como un método eficaz y valiente, además de poner el foco en quienes realmente lo merecen, los que fueron masacrados, asesinados, heridos, traumatizados seguramente de por vida, y no en el criminal que hizo todo eso.
Víctimas que, en el fragor de esos 72 minutos que duró el asesinato en masa (hasta que el matarife fue finalmente detenido), tendrán tiempo, además de para mantener conversaciones banales, pero también existenciales, para cantar, como la hermosa, melancólica canción que la protagonista, Kaja, susurra a capela a su “nuevo mejor amigo”, Magnus: “Tú, la de los ojos tristes...”, que, sin ella saberlo, quizá la definían: la de los ojos tristes, la de los ojos claros, la que tenía todo el mundo por delante, la que soñaba con un futuro como parlamentaria para trabajar por el bien común...
(04-04-2020)
93'