En el primer capítulo de este díptico, a raíz del estreno de El Gordo y el Flaco (Stan & Ollie), la interesante película de Jon S. Baird sobre el declive de los popularísimos actores, tuvimos ocasión de comentar de qué forma había afectado a algunas estrellas del cine cómico mudo (verbigratia los propios Laurel y Hardy, además de Buster Keaton y Charles Chaplin) la llegada del cine sonoro. En esta segunda y última entrega de la serie veremos la manera en la que ese nuevo fenómeno del cine con sonido repercutió en las carreras de otras estrellas del cine cómico de la época silente.
Harry Langdon, procedente del vodevil, comenzó a hacer cine en 1924 y pronto consiguió una gran popularidad, conformando un personaje inocente y bonachón, siempre con una cara de bebé de cuarenta “tacos”, al que le pasan todo tipo de trapisondas, pero que prodigiosamente consigue salir con bien de todas ellas, por una combinación de azares y divertidas carambolas. Primero fue bajo los auspicios del productor Mack Sennett, con cortos que fueron todo un acontecimiento, como Aprendiz de todo, maestro de nada (1924), Toda una noche (1924) y Un sportman de ocasión (1926); pero pagado de su gran popularidad, el cómico crea su propia productora, The Harry Langdon Corporation, con la que llegará a la cima de su prestigio a las órdenes como director de Frank Capra en las obras maestras El hombre cañón (1926) y Sus primeros pantalones (1927).
Sin embargo, narcotizado por su éxito, que cree erróneamente se debe exclusivamente a su talento, despide a Capra como director y le reemplaza. El fracaso de ese primer film en el que fue actor y director, Three’s a crowd (1927), curiosamente coincidente con el estreno del primer film sonoro, The jazz singer (1927), marca el comienzo del declive de su carrera, al no ser consciente Langdon de sus limitaciones como director y encadenar a partir de entonces un fracaso tras otro, por lo que, a partir de los años treinta, su estrella se va oscureciendo, entre los problemas financieros de su compañía, sus escasas dotes para la realización, un evidente error en la elección de temas y problemas con su voz a la llegada del sonoro, que no gustaba al público.
Así las cosas, Langdon sobrevivió durante los años treinta como actor en cortos de segunda o tercera, y también como guionista y gagman en películas de otros cómicos, como algunas para Laurel y Hardy, como Estudiantes en Oxford (1939) y Marinos a la fuerza (1940). La muerte le sobrevino en 1944 por una hemorragia cerebral sin haber recuperado su antigua grandeza, su antigua popularidad.
Por su parte, Harold Lloyd fue otro de los grandes cómicos del cine mudo afectado por la llegada del sonoro. Lloyd, que popularizó el personaje con gafas redondas, que en España fue conocido como “Gafitas”, empezó a hacer cine como actor secundario en 1913, de la mano de su amigo Hal Roach. Pronto se empezó a hacer popular, y a partir de 1917 crea el personaje del “hombre de las gafas”, que ya no abandonará, y que se convertirá en su seña de identidad. Sus cortos como Marinero de agua dulce (1921) le hacen popularísimo, saltando al largometraje con El mimado de la abuelita (1922). Aunque dirigió algunos films, Lloyd era consciente de sus limitaciones en ese aspecto y solía dejar esa tarea para los profesionales. Sus siguientes títulos fueron grandes éxitos, como su obra maestra El hombre mosca (1923) y otros films tan estimulantes como El estudiante novato (1925), ¡Ay, mi madre! (1926) y El hermanito (1927). A la llegada del sonoro, Lloyd, que no creía demasiado en el nuevo formato (de hecho, diferenciaba el cine mudo del sonoro, como si fueran artes distintas), intenta adaptarse a la novedad, pero sus películas, muy costosas, no terminan de ser rentables aunque son interesantes. Es el tiempo de ¡Ay, que me caigo! (1930), Cinemanía (1932), pero también de la denuncia social La garra del gato (1934) y La vía láctea (1936), esta última ya muy lejos de sus films cómicos basados en las acrobacias imposibles. En los años cuarenta Lloyd se retiró del cine, viviendo gracias a una notable fortuna amasada por su carrera cinematográfica. Moriría en 1971, a los 77 años.
Ben Turpin procedía también del vodevil, y fue uno de los cómicos pioneros, pues su carrera como actor comenzó tempranamente, en 1907, dentro de los estudios Essenay, fundamentales en los comienzos del cine. Su personaje se caracterizaba por su acentuada bizquera, lo que en aquella época le facilitaba conseguir hacer reír con poco esfuerzo. Se hizo tremendamente popular en cortos como La maravilla musical (1917), para, a partir de 1923, comenzar a hacer también largometrajes. Alternó con fortuna tanto protagonistas como personajes de reparto. Durante dos años, de 1924 a 1926, se retiró del cine para asistir a su esposa enferma, regresando tras la muerte de esta. La llegada del sonoro le afectó de forma importante, pues su humor era muy de comedia física, de gesticulación, muy “slapstick”, difícilmente acoplable a los nuevos tiempos en los que la palabra mandaba. Aun así, siguió trabajando en cine, generalmente ya siempre en papeles episódicos, siendo su última película Marinos a la fuerza (1940), protagonizada por Stan Laurel y Oliver Hardy. Turpin moriría ese mismo año.
El cinéfilo avisado habrá echado en falta en este díptico algunos nombres muy famosos de la comedia muda, como Roscoe “Fatty” Arbuckle y Larry Semon, cuya ausencia pasamos a explicar. Fatty Arbuckle fue, efectivamente, uno de los grandes cómicos del cine silente, en el que se inició en 1909, pero lo cierto es que su estrella, cuando llegó el sonoro, ya se había apagado, en su caso como consecuencia del gran escándalo en el que se vio envuelto en 1921, cuando la actriz Virginia Rappe murió tras asistir a una fiesta en un hotel donde Fatty y otros amigos celebraban su contratación millonaria por Paramount. Aunque el juicio finalmente sentenció que Arbuckle (acusado de violación y asesinato de la joven) era inocente de los cargos, quedó totalmente desacreditado ante el público y la industria, lo que le hizo desaparecer en la práctica en los créditos de las películas, aunque intervino en algunas sin acreditar, en personajes en los que no se le veía el rostro o figuraba anónimamente al fondo del plano. Por ello la llegada del sonoro, en puridad, no le afectó ni para bien ni para mal: su carrera ya estaba muerta, y aunque en 1933 consiguió interpretar y dirigir (en este caso con seudónimo) algunos cortos, ni su obra ni su vida dieron para más: murió en ese año de un ataque al corazón, a los 46 años.
El otro nombre que el cinéfilo quizá haya echado en falta, de entre las estrellas cómicas mudas, es el de Larry Semon, pero no lo hemos incluido en esta serie dado que murió en 1928, de una neumonía, por lo que no se puede decir que la llegada del sonoro (acontecida el año anterior) le afectara en forma alguna: lamentablemente, no vivió para poder saber qué habría sido de Semon tras la irrupción del cine con sonido. De todas formas, para interesados en Larry Semon, nos remitimos al documentado artículo del catedrático Rafael Utrera en Criticalia, Stan Laurel y Oliver Hardy: época dorada (I), en el que se glosa a la perfección su figura, en este caso en su relación de magisterio con "El Gordo" Hardy.
Ilustración: Harold Lloyd en una característica imagen de El hombre mosca (1923), la obra maestra de su personaje “Gafitas”.