Enrique Colmena

Todavía resuenan los ecos del polémico final de la octava y última temporada de Juego de Tronos (2011-2019), la popularísima serie televisiva producida por HBO sobre la saga literaria escrita por George R.R. Martin, unos ecos que sin duda persistirán todavía durante mucho tiempo; no en vano GoT (acrónimo con el que se conoce la serie entre los iniciados, por las siglas del título original en inglés, Game of Thrones) se ha convertido en una de las más exitosas series audiovisuales del siglo XXI, en dura competición con otras dos tan afamadas como la trilogía de El Señor de los Anillos (2001-2003), y, lógicamente, su precuela, también plasmada en tres partes, El hobbit (2012-2014), y las ocho películas de la saga de Harry Potter (2001-2011) y su también precuela de Animales fantásticos y dónde encontrarlos (2016-2018), hasta ahora compuesta por dos capítulos, aunque ya están anunciados varios más.

Todas ellas tienen como nexos comunes, entre otros, su corte fantástico, su ambientación en universos paralelos al nuestro, la permanente presencia de elementos mágicos, pero también maléficos (no hay aventura sin lucha entre Bien y Mal), la utilización de los efectos digitales como un recurso fundamental en la implementación de las historias; también, como rara coincidencia, los autores de los originales literarios presentan en sus nombres al menos dos iniciales (el sudafricano J.R.R. Tolkien de El Señor de los Anillos y El hobbit; la británica J.K. Rowling de la saga de Harry Potter y Animales fantásticos; el norteamericano George R.R. Martin de Juego de Tronos).

También tienen bastantes diferencias entre sí, por supuesto: por ejemplo, el conjunto de El Señor de los Anillos y El hobbit están dirigidas a un público más transversal: juvenil, esencialmente, pero también adulto, dados su tono y sus conflictos no precisamente banales; Harry Potter está pensada para públicos fundamentalmente infantiles, aunque puedan ser vistos (y lo son, y con fruición) por otros de más edad, que no hacen ascos a estas historias de infancia y adolescencia abundantemente bañadas en elementos mágicos; mientras que Juego de Tronos tiene como público objetivo a espectadores adultos, formados y con capacidad para asumir historias con frecuencia de gran dureza temática, estética y erótica, además de tener concomitancias con territorios de alto nivel intelectual; no sería ocioso, ni por supuesto herético, hablar de Sófocles, Shakespeare o Kurosawa como algunos de los referentes conceptuales de la serie, tanto literaria como audiovisual.

Hay, sin embargo, una cuestión, en la que El Señor de los Anillos y su precuela, junto con Harry Potter y la suya, difieren considerablemente de GoT: un simple repaso a los equipos interpretativos de las tres sagas nos confirma rápidamente que, mientras que las dos primeras contaron con unos elencos actorales de primerísima línea (en la saga tolkieniana, por ejemplo, Ian McKellen, Viggo Mortensen, Cate Blanchett, Christopher Lee y Hugo Weaving, entre otros; en la saga rowlingiana tendríamos a Richard Harris, Maggie Smith, Helena Bonham Carter, John Hurt, Kenneth Branagh, Ralph Fiennes, Gary Oldman, Alan Rickman, John Cleese y Peter Mullan, entre otros), en la serie inicialmente imaginada en los libros de George R.R. Martin y concebida para la pantalla por David Benioff y D.B. Weiss, los intérpretes no han sido (salvo alguna excepción) de primera línea, o por decirlo de una forma más justa, no gozaban de gran popularidad cuando fueron escogidos para sus papeles en la saga.

Parece evidente que en ello incidió poderosamente el hecho de que, cuando El Señor de los Anillos y Harry Potter fueron llevados a la pantalla, ya detentaban un fortísimo predicamento literario que había hecho que ambas marcas artísticas fueran muy potentes y, por ello, las producciones de ambas estuvieron dotadas de grandes recursos económicos, contaron con muy holgados presupuestos que les permitieron contratar a actores y actrices de renombre. Sin embargo, cuando en 2010 se inicia la producción de GoT, la saga literaria era conocida solo por minorías en absoluto similares a las inmensas mayorías populares que habían disfrutado ya, respectivamente, de las novelas de la Tierra Media y de las narraciones del niño mago, por lo que su presupuesto, al menos en aquellas primeras temporadas, era limitado, lo que obligó a contratar actores sin relumbrón, con cachés asequibles.

Ello ha tenido varias consecuencias: una y quizá principal, la constatación de que esos actores en general desconocidos han funcionado perfectamente, han sido ideales para ajustarlos a sus personajes (siempre precisa y preciosamente delineados en las historias de Martin); otra, que el hecho de ser generalmente desconocidos ha contribuido poderosamente a identificar actores con personajes, en una simbiosis que sin duda ha sido muy beneficiosa para la serie televisiva. Con buen criterio, los productores no han caído en el error de, conforme la saga martiniana ha ido ganando (y de qué forma) en popularidad y prestigio (y con ello se ha dispuesto de presupuestos mucho más holgados que los iniciales), contratar a intérpretes de relumbrón, sino que han mantenido a los ya existentes, que se han revelado tan eficaces y competentes, aparte de que el público difícilmente hubiera tolerado un cambio de actores cuando ya tenían perfectamente identificados a los iniciales.

El caso es que para esta pléyade de actores y actrices en principio, y en su gran mayoría, desconocidos, su intervención, en mayor o menor medida, en Juego de Tronos ha incidido, evidentemente, en las carreras que hasta entonces habían llevado a cabo. Es propósito de este cuarteto de artículos ver de dónde venía la flor y nata de los intérpretes gotianos (permítannos el extraño adjetivo que acabamos de inventar, peculiar neologismo entre el anglicismo y las siglas de la serie original, GoT) y de qué forma ha podido influir, o de hecho ya ha influido, en sus filmografías.

Por obvias razones, nos limitaremos a la plana mayor de los intérpretes gotianos, aquellos que, o bien tienen personajes protagónicos, o bien sus roles han sido secundarios pero de evidente relieve. Nos hemos centrado en tres franjas por edades, la de los intérpretes veteranos (con más de 55 años cuando se escriben estas líneas), los llamémosles maduros (entre 35 y 55 años) y los jóvenes (hasta 35 años), pues en esas franjas también residen claramente los que tienen su carrera prácticamente hecha, pero todavía pueden aspirar a culminarlas al amparo del prestigio aportado por su intervención en Juego de Tronos; los que están en eso que se llama algo pomposamente “la flor de la vida”, treintañeros y cuarentones, a los que sin duda GoT va a impulsar poderosamente; y los más jóvenes, cuyas carreras prácticamente se han iniciado bajo el amparo de la saga de Martin, Benioff y Weiss, a los que su presencia en la saga gotiana les puede suponer la llave para desarrollar carreras esperamos que fecundas.

Curiosamente, con anterioridad, en su momento, ya dedicamos en CRITICALIA sendos artículos sobre los actores y actrices de El Señor de los Anillos (véase el titulado La estela de los anillos, datado en 17-03-2004) y los de la saga de Harry Potter (véase el artículo denominado Los actores potterianos: ¡de lujo!, fechado en 26-07-2011), por lo que esta nueva tanda de textos sobre Juego de Tronos vendrá a completar la visión de nuestra web, desde el punto de vista interpretativo, sobre las tres series audiovisuales más influyentes de estas dos primeras décadas del siglo XXI.

Ilustración: Una poderosa imagen de la serie Juego de Tronos.

Próximo capítulo: Actores y actrices de “Juego de Tronos”: antes, después (II). Los veteranos