Rafael Utrera Macías

El lector interesado puede consultar el capítulo I para generalidades y contextualizaciones


Rubén Darío. “Films de París”

1. Obras completas. Ed. Afrodisio Aguado. vol II
2. Cuentos de Cine. Ed. Clan. 27-29

La presencia del cine en la obra del nicaragüense Rubén Darío (1867-1916) es meramente testimonial si exceptuamos cierto poema de circunstancias dedicado a alguna actriz española. Sin embargo, su prosa incluye, dentro del volumen “Todo al vuelo”, el significativo título de “Films de París” como genérico de un libro donde recoge un conjunto de impresiones y comentarios llamados “Los exóticos del quartier”, “Jean Orth”, “La faunida”, “La princesa Gnika”, “De la necesidad de París”, etc.

Estos relatos no aportan en su temática ni en su estilística aspectos cinematográficos al uso, por lo que su gran novedad está, ante todo, en la elección del tecnicismo (o barbarismo) “film”, perteneciente a la taxonomía cinematográfica, y desplazarlo hacia el campo semántico de lo literario con significaciones próximas a “narraciones” o “cuentos”. Sin embargo, este cruce entre aquél significante y estos significados, comporta unas específicas sugerencias y modos de ver que connotan lo descrito de una cierta mirada cinematográfica; o, por mejor decir, de un resultado literario que, o bien quiere  asemejarse a esas postales en movimiento filmadas por los camarógrafos del primitivo cine, o bien a secuencias documentales visibles en cualquier buen “film” francés coetáneo.

Y es que lo sugerente, lo literariamente exótico, invita a adentrarnos en unos relatos que su autor ha concebido, descrito y visto a modo de visión cinematográfica. Así, en “Los exóticos del quartier”, Darío sitúa su “cámara” en la terraza de un frecuentado café de París, gradúa su “objetivo” debidamente, “selecciona” al personaje protagonista y lo “encuadra”; a partir de aquí, comienza su “film”. Quien le “llama sobre todo la atención” es “el negrito del panamá, un negrito negro, negro, con un panamá blanco, blanco”. Seguidamente se elucubra sobre quién puede ser éste, se organizan breves “secuencias” narrativas y se termina afirmando que “entre todos los exóticos que pasan, el negrito del panamá se lleva la palma”.


Ramón Pérez de Ayala. “La vieja y la niña”

1. “Primeros trabajos. Terranova y sus cosas”. Obras completas. Ed. Plenitud. 1947
2. Ed. Clan. 31-35

Ramón Pérez de Ayala (1881-1962) insertó con frecuencia en su novelística referencias diversas al mundo del cine, mostrando, generalmente, riguroso sentido crítico y frecuente menosprecio para un espectáculo advenedizo dispuesto a integrarse entre las artes de nuevo cuño. Más allá de la presencia de estructuras narrativas cinematográficas en sus denominadas novelas autobiográficas, desde “Tinieblas en las cumbres” a “Troteras y danzaderas”, y de la imposibilidad de llevar a cabo su discurso de ingreso en la Real Academia tomando como tema el cinematógrafo, se descubre en sus páginas diversa tipología de referentes donde la sociología de lo cinematográfico prevalece a lo específicamente fílmico. Así podremos comprobarlo en el fragmento elegido como “cuento” perteneciente a “Terranova y sus cosas”, publicado en el apartado “Glosario de los Cronistas” de “El Heraldo de Madrid”. Aunque el autor lo bautiza como “La vieja y la niña”, bajo nuestra perspectiva podríamos denominarlo “Cinematógrafo 1900…”, ya que las descripciones del relato componen un aguafuerte donde las características de la sala de proyección y la diversidad de sus espectadores son ingredientes sustanciales. En efecto, el diálogo entre Terranova y Mingorro, los pormenores del contexto por ellos aludido, constituye, por el modo de describirla su autor, una estampa de marcados elementos esperpénticos en lo literario y solanescos en lo pictórico, a la vez que una personalísima visión del cuadro de costumbres surgido alrededor del espectáculo cinematográfico en la década de los diez del siglo XX.

Cuando los amigos del personaje deciden acudir a un cine, le elección no se produce ni por las características del mismo ni por el título de las películas; en general, todos y todas son iguales. El local, denominado “cine” es, en realidad, un espacio de usos múltiples donde se combina un abigarrado espectáculo integrado por una triada de films (obviamente mudos) y un rosario de actuaciones donde se alterna el cuplé con el flamenco y la danza oriental.

“Sala”, “película” y “sección” son tres términos dignos de comentario en su uso y su significación. Las diversas acepciones de la palabra “cinematógrafo” y las variantes, “cinema” y “cine”, son aquí utilizadas en su popular forma apocopada para referirse al local donde se exhibe el documento visual; recorriendo ciertos pasajes de nuestro autor podremos comprobar el diverso concepto que tiene de cada término y el humor con el que suele terminar sus disquisiciones. A la pregunta “¿por qué el vulgo les corta el rabo a ciertas palabras?” se contesta, entre etimologías, derivaciones y razones de caprichoso uso, acerca de la improcedencia de cada una de ellas y con afirmaciones de semejante cuño nos advierte: “producto escriturario en movimiento no conozco otro que la sopa de letras”; si “cinema” implica puro movimiento, lo es igualmente “la tauromaquia, la pantomima, el teatro” y “cine” (con su legítima derivación “cínico”) es “lo tocante a los perros”.  

Nada nos indica sobre “película”, salvo la referencia a su número, pero siguiendo con valores etimológicos, otros escritores de su generación nos advirtieron sobre su significación, “pellejo” y sobre cómo “peliculear” una obra literaria no era más que “despellejarla”; el sustantivo mencionado se prefiere al barbarismo “film” aunque, en este caso, la ausencia de título evidencia el escaso valor de los mismos para locales y públicos como los aquí descritos (al margen del desinterés del novelista por ejemplificar de forma concreta o abstracta).

Finalmente, el término “sección”, frente al actual “sesión”, era sustantivo establecido en el espectáculo de la época cuya significación tenía que ver con las distintas partes, proyectadas, cantadas, bailadas, componentes del espectáculo; tal estructura no sólo era la habitual en locales de ínfima categoría o situados en zonas periféricas, sino en salas de cierta “nobleza” con nombres como “Price” o “Moulin Rouge”.

Este cuadro de costumbres que Pérez de Ayala describe en “La vieja y la niña” no sólo tiene el valor “cinematográfico” que intentamos establecer en el sector de la exhibición española de los diez primeros años, sino el concepto que el novelista ofrece sobre la categoría del espectáculo y los progresivos escenarios donde sitúa las relaciones interpersonales: café, cine, chocolatería. Un minucioso estudio de la semántica del “cuento” pondría de manifiesto la supremacía de lo desagradable, cuando no de lo repugnante, a la hora de describir locales (asientos tapizados... de cochambre, el pavimento... irrigado por secreciones bucales), artistas (adiposa y asmática, esquelética y tuberculosa, formidable de tobillo y pezuña) y espectadores (de gritos broncos, de ardores venustos, dispuestos a tener a mano adecuado sujeto paciente, de inconscientes afanes  de perpetuar la especie).

Y ello, sin olvidarse de la descripción de la jovencísima “niña” artista, que, con su madre, da título al cuento; Terranova siente por ellas “ternura” y “compasión” cuando las invita a chocolate con ensaimadas porque como famélicos animales adelantaron la garra sobre el pingüe alimento; en esa visión de angustia, de injusticia, “imaginaba sentir algo del alma de Madrid”.


Vicente Blasco Ibáñez. “La vieja del cinema”

1. Obras completas. II. Aguilar
2. Ed. Clan. 37-64

Hacia 1900, Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), en su obra “Entre naranjos”, ya se permitía utilizar la animación cinematográfica como símil literario. Este pionerismo del escritor tiene su correspondencia en su interés por intervenir en la creación fílmica como director y productor. Si se hubiera cumplido su proyecto de crear una industria cinematográfica nacional y de llevar a cabo, entre otras ideas, su adaptación de “El Quijote”, basado en el paralelismo de imágenes entre realidad e imaginación, Blasco habría sido un adelantado de los escritores comprometidos con el cine y de la conversión a imágenes de la pieza cervantina. Si del mismo modo, su productora francesa hubiera llevado a cabo sus múltiples proyectos escritos para el cine, “La vieja del cinema” sería un film y no sólo una "novela cinematográfica". Parece evidente que este título, como otros relatos breves de semejante corte escritos tras la Primera Guerra Mundial, estaba destinado a su filmación.

En él se narra la asistencia al cinema de una anciana, vendedora de verduras, donde casualmente encuentra la imagen de su nieto, muerto en combate, quien aparece en un film mezcla de ficción y documental. Situada la acción en el final de la I Gran Guerra, se establece la oportuna antítesis entre el alborozo general y la tristeza de la vieja; por segunda vez, han matado a su nieto al finalizar, ahora, la proyección del film.

La linealidad de un relato estructurado en apartados, la relación de estos con específicos y diferentes escenarios, la descripción del autor omnisciente con el abundante diálogo donde la anciana es la primera interlocutora, son suma de elementos primarios para un "guion" que no necesitaba de otros aditamentos para convertirse en cine adecuado a las exigencias del momento. El clima post-belicista con el triunfalismo de los aliados, al que el autor dedica la última parte del relato, acoge el impacto causado por el cine en una generación de espectadores incapaz de discernir entre realidad y ficción o, por mejor decir, lo exhibido por la pantalla en nada se diferenciaba de cuanto pasaba delante (o detrás) de ella; la vieja de la historia pudo ser uno de tantos espectadores que se asustaron al entender que la proyección de la "llegada de un tren a la estación" era la llegada misma. La permanencia del nieto en la pantalla era sinónimo de vida; en tal sentido, el cine le ganaba la partida a la muerte (como diría Manuel Machado) e inmortalizaba lo más querido para el neófito espectador. Estos dos factores, cinematográfico uno, social otro, conforman un modo de narración suficiente para la confección de una película a tono con los modelos que el cine europeo ponía de moda en los comienzos de los años veinte.

Sin embargo, a Blasco, cinematográficamente hablando, el aplauso del público le vendría del otro lado del Atlántico. Desde 1920 la producción de Hollywood se interesó por sus libros para llevarlos a la pantalla. Rodolfo Valentino y Greta Garbo interpretarán a sus más queridos personajes y servirían de plataforma a un "star-system" que tiene el mundo entero como pantalla. De este modo, el novelista se convirtió en un adelantado de los escritores españoles que, pocos años después, con la llegada del sonoro, acudirían a Hollywood como guionistas, animadores o asesores de las películas habladas.

Ilustración: Vicente Blasco Ibáñez.

Próximo capítulo: Cuentos de cine en papel: desde Azorín a Buñuel. Comentarios a variantes literarias. Ricardo Baroja, Ramón Gómez de la Serna, Hermanos Álvarez Quintero (III)