Enrique Colmena

En el capítulo precedente de esta serie de artículos, titulado El cine político, casi un género en la cinematografía USA (I). Presidentes y vicepresidentes, hablamos del tratamiento que el cine norteamericano ha ofrecido sobre los primeros (y algunos segundos) mandatarios de su país a lo largo de la Historia, todo ello con la excusa del estreno de El vicio del poder (2018), la interesante y cáustica dramedia de Adam McKay que fantasea, con mucha verosimilitud, sobre de qué forma el que sería vicepresidente Dick Cheney llegó a la cúspide del poder en los dos cuatrienios que fueron del 2001 al 2008, en los que (nominalmente) gobernó la nación George W. Bush.

En este segundo segmento veremos cómo ha reflejado el cine norteamericano a las dos instituciones legislativas más importantes del país, que en su conjunto se denominan Congreso de los Estados Unidos, compuesto por el Senado y la Cámara de Representantes; es notorio que el Senado tiene en su país gran relevancia, no como sucede en España, que es poco más que un cementerio de elefantes. Tanto es así, y tal el prestigio de esa institución en los USA, que la inmensa mayoría de las películas que se han hecho sobre las cámaras se refieren al Senado y sus senadores, y muy pocas a la Cámara de Representantes y sus miembros.


Senado, senadores

Ya en tan temprana fecha como 1939 Frank Capra ponía en imágenes un film sobre el tema, concretamente Caballero sin espada (el título original nada tenía que ver: Mr. Smith goes to Washington, “El señor Smith va a Washington”), que ponía en solfa el ya entonces reconocido retorcimiento de colmillos e inescrupulosidad de los senadores yanquis, y cómo el protagonista, ese “caballero sin espada” que responde al ordinario nombre de Mr. Smith, intenta enfrentarse a ello con la única arma de su honestidad a prueba de bombas y un sobrehumano esfuerzo oral: dice la norma que en el Senado, una vez que se está en el uso de la palabra, si no se deja de hablar, no se puede cortar al orador, circunstancia que el joven y hasta entonces ingenuo James Stewart (adalid en cine, junto con Henry Fonda, del norteamericano medio, tranquilo, honrado y cabal) habrá de aprovechar, maratonianamente, para denunciar las corruptelas de la administración y los espurios conchabamientos entre políticos y empresarios.

En una línea muy distinta, en Tempestad sobre Washington (1962), Otto Preminger adaptaba a la gran pantalla la novela homónima de Allen Drury, una historia en la que se narra la presentación ante el Senado del candidato presidencial para ser Secretario de Estado (para entendernos, el número tres de la administración USA, tras Presidente y Vicepresidente; también es el encargado de los asuntos exteriores y, en buena medida, suele actuar como premier o primer ministro, sin serlo nominalmente); ese candidato, un hombre generalmente bien considerado, sin embargo guarda un pasado en el que parece tener un esqueleto en el armario, lo que planteará dilemas morales, éticos y políticos en la supervisión de su candidatura. El film tocaba también, aunque no centralmente, el tema de la homosexualidad, que en aquella fecha era poco menos que un tabú en la cinematografía norteamericana. Con un reparto espléndido (Fonda, Pidgeon, Laughton, Tierney, Meredith), la película está considerada, no sin razón, como uno de los mejores thrillers políticos norteamericanos.

En tono muy distinto, Bulworth (1998), film dirigido y protagonizado por Warren Beatty, cuenta, en tono de sátira, la historia de un senador desencantado de su vida y de su labor política, que decide organizar su suicidio, con lo que, liberado de toda presión e inhibiciones, comienza a actuar con total libertad, lo que será muy peligroso para el sistema. No demasiado lejano en cuanto al tema, aunque sí en el tono, mucho más dramático y serio en este caso, El candidato (1972), con dirección de Michael Ritchie, planteaba la historia de un abogado liberal, que encarnaba Robert Redford, en su mejor época como actor, tentado para competir por el puesto de senador; prácticamente sin posibilidad alguna de conseguirlo, se desempeñará entonces con la libertad y la desenvoltura de quien no tienen nada que perder, lo que le hará convertirse en un rival a tener en cuenta y, en consecuencia, en un riesgo para el “establishment”.

En clave de drama político pero con irisaciones románticas, Escalada al poder (1979), dirigida por el entonces prestigioso Jerry Schatzberg (del que hace años que no sabemos nada), planteaba la historia de un senador, encarnado por Alan Alda, quien, en el fragor de una dura batalla política, se sentirá seducido por su nueva asesora personal, que interpreta una entonces todavía no demasiado conocida Meryl Streep. Esta misma diva estará, muchos años después, en otro drama político, Leones por corderos (2006), dirigida por Robert Redford, en la que Streep interpreta una de las tres historias que se narran en la película, en concreto la entrevista a la que somete a un duro senador, encarnado por Tom Cruise (en una de sus últimas películas “serias”, antes de abonarse permanentemente a los héroes de acción), un peligroso político, un “halcón” de ideas muy autoritarias, al que habrá de enfrentarse Meryl en el papel de una periodista de ideología liberal.

Como peligroso en ideología es el personaje que Tim Robbins, como director y protagonista, pone en escena en su corrosiva sátira Ciudadano Bob Roberts (1992), un populista (porque el mundo no se inventó ayer...), un demagogo que, armado con una guitarra, amenaza, con visos de viabilidad, con convertirse en un nuevo y poderoso senador de corte ultraderechista.


La caza de brujas, casi un subgénero dentro del cine político

Curiosamente, dentro del tema del Senado hay un asunto que constituye en sí mismo una corriente muy potente: entre 1950 y 1956 el Comité de Actividades Antiamericanas, formado en el seno del Senado, llevó a cabo una durísima represión de las libertades, especialmente entre los miembros de la industria del cine. Ese hecho histórico es conocido como la Caza de Brujas, y en cine, como cabía esperar, ha tenido un amplio eco. Con ese mismo título en español, Caza de brujas (1991), aunque el original no tenía nada que ver, Guilty by suspicion, algo así como “Culpable de sospecha”, el productor Irwin Winkler se iniciaría en la dirección cinematográfica, después de ejercer en la producción desde dos décadas atrás. Aunque Winkler pronto evidenció que no era un cineasta con personalidad propia, sino más bien mediocre, su aportación al tema, con un Robert de Niro en el papel protagonista, el de un director acosado por el Comité McCarthur que le impedía trabajar prácticamente en nada, supuso una interesante aportación a un tema que, hasta entonces, apenas se había llevado a la pantalla.

Uno de esos escasos antecedentes anteriores lo haría el cineasta Martin Ritt, él mismo represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas. Ritt dirigió en 1976 La tapadera, con Woody Allen en un inesperado papel dramático, un personaje que se avenía a servir de testaferro a un guionista incluido en las siniestras “listas negras” (en la jerga de la época era un “blacklisted”) de McCarthy, que le impedía trabajar en la industria cinematográfica.

Uno de esos “blacklisted” es el protagonista de The Majestic (2001), film de Frank Darabont (sí, el de Cadena perpetua, para entendernos), con Jim Carrey en el papel central, un guionista metido en el saco de la Caza de Brujas (sin motivo, pero eso da igual), quien tras un accidente en el que pierde la memoria, será acogido por un pueblecito que tiene cierto parecido con el Calabuch del film homónimo de Berlanga.

Uno de los hombres fundamentales para tumbar la Caza de Brujas de McCarthy fue el presentador Edward R. Munrow, de la CBS, quien se convirtió, con grave riesgo, en fustigador del senador y de su política contraria a los derechos civiles. La historia de esa osadía que tan cara pudo costarle (aunque afortunadamente salvo el pellejo) la contaría George Clooney como director en Buenas noches, y buena suerte (2005), la frase con la que se despedía cada noche Munrow en su programa televisivo.

Uno de los represaliados más famosos del Comité de Actividades Antiamericanas (además, por supuesto, de Bogart y de los “traidores” Elia Kazan y Edward Dmytryk, lo que les costó la repulsa de por vida de sus compañeros) sería el guionista y ocasional director Dalton Trumbo, uno de los más afamados escritores del Hollywood de los años cuarenta; tras ser acusado de ser comunista (lo que era cierto) por parte del senador McCarthy, se vio abocado al ostracismo y durante los años cincuenta tuvo que escribir sus guiones bien sin firmarlos, bien con un testaferro (como, basándose en su caso, reflejaba la mentada La tapadera, de Martin Ritt); con esa añagaza se pudieron hacer films estupendos como El demonio de las armas (1950), de Joseph H. Lewis, El merodeador (1951), de Joseph Losey, e incluso la famosa comedia romántica Vacaciones en Roma (1952), de William Wyler. Solo el empeño personal de Kirk Douglas como productor conseguiría, ya en los años sesenta, que volviera a firmar un guion y como tal apareciera en los créditos de Espartaco (1960), de Stanley Kubrick. Pues sobre la figura de Trumbo (que posteriormente dirigiría en 1973 la más dolorosa denuncia de la guerra que se haya hecho nunca: Johnny cogió su fusil) se han hecho varios films: el más famoso quizá sea el reciente Dalton Trumbo: La lista negra de Hollywood (2015), con dirección de Jay Roach y con Bryan Cranston en el personaje principal; pero también el documental se ha hecho eco del prestigioso guionista en Trumbo y la lista negra (2007), con dirección de Peter Askin.


Cámara de Representantes

Quizá el film que mejor ejemplifica el poder que tiene un miembro de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos (y también las artimañas de que se valen desde el cargo) sea La guerra de Charlie Wilson (2007), la película de Mike Nichols que cuenta cómo el congresista del título, un tipo venal, pícaro, un auténtico bon vivant, sin embargo dará en apoyar con todas sus fuerzas y sus dotes de trilero a una opción, la de los talibanes en Afganistán (contra la URSS, que en los años ochenta ocupaba su territorio), que a la larga se demostraría terriblemente nociva para USA; recuérdense las Torres Gemelas, El Pentágono, el United 93: en definitiva, el 11-S. Esa apuesta por aquel grupo de fanáticos trasnochados, conseguida por Charlie Wilson contra viento y marea, supuso, a corto plazo, la expulsión de los rusos de Afganistán, pero a largo plazo facilitó la más grande tragedia humana que hayan sufrido los Estados Unidos en su propio territorio. Sin embargo, no deja de ser curioso que tanto Nichols, como director, como Tom Hanks, como protagonista y coproductor, retrataran en su película aquellos movimientos conspirativos de Wilson como una victoria de su país, cuando no tardando mucho lo que trajo fue dolor, rabia y ruina: cosas del cine...

Cambiando el tono y el tema, Su distinguida Señoría (1992), con dirección de Jonathan Lynn, un vehículo a mayor gloria del entonces popularísimo Eddie Murphy, presentaba el caso (no demasiado infrecuente) del pícaro que, llegado a una alta responsabilidad política, en este caso miembro de la Cámara de Representantes, se sentirá compelido a obrar correctamente, a actuar conforme a su conciencia, lo que en política es más peligroso que la nitroglicerina... Aunque en evidente tono desenfadado y buscando la comicidad, el film ponía el dedo en la llaga de la corrupción política y, a su manera, no era sino una versión libérrima (y de un nivel muy inferior, por supuesto) del shakespeariano Enrique V, con su príncipe tarambana que, llegado al poder, decide hacer lo debido, lo sensato.

Ilustración: Julia Roberts y Tom Hanks, en una imagen de La guerra de Charlie Wilson (2007), de Mike Nichols.

Próximo capítulo: El cine político, casi un género en la cinematografía USA (y III). Luces y sombras del sistema.