No deja de ser curiosa la trayectoria del guionista, productor, actor y director Adam McKay: este filadelfiano cincuentón empezó en el programa televisivo Saturday Night Live, como el cinéfilo sabe una de las cunas del humor audiovisual norteamericano de los últimos cuarenta años. Su posterior paso al cine no parecía presuponer ningún tipo de interés: banales comedietas del tres al cuarto como Pasado de vueltas (2006) o Hermanos por pelotas (2008) eran meros productos comerciales sin más valor que suscitar algunas risas entre públicos entregados y poco exigentes. Sin embargo, con su film inmediatamente anterior a este, La gran apuesta (2015), nos encontramos con un McKay que contaba cosas distintas, muy distintas a sus elementales astracanadas de hace algunos años. Se trataba de una alambicada historia que contaba cómo un grupo de avispados intuyeron la crisis de las hipotecas “subprime” y se hicieron de oro apostando contra ellas; una historia cuajada de términos economicistas y con un tono serio que, desde luego, no casaba con el comicastro que había hecho mamarrachadas como Los otros dos (2010).
A McKay no le salió nada mal la jugada: ganó un Oscar al Mejor Guion Adaptado, así que, con buen criterio, ha seguido por esa línea, que ciertamente le redime de sus chorradas anteriores. Ahora, con guion propio, se ha centrado en uno de los personajes más interesantes, a fuer de maquiavélico, de los últimos cincuenta años en la Administración USA: Dick Cheney, que pasó de bala perdida en 1963, cuando fue detenido dos veces por conducir borracho como una cuba, a ser vicepresidente plenipotenciario en el gobierno de George W. Bush; por el camino fue de todo dentro de las distintas administraciones republicanas, al servicio de Nixon, Gerald Ford, Ronald Reagan y George Bush padre: entre otros cargos de altísimo nivel, Secretario de Defensa y Jefe de Gabinete del Presidente, además de congresista por Wyoming.
Según McKay, que no ha trabajado esta vez sobre ningún documento previo (como sí ocurrió con La gran apuesta), Cheney es (porque vive cuando se escriben estas líneas, cercano ya a los ochenta años) un político que hizo de la tramposería, las taimadas formas y el embeleco a débiles mentales (cfr. George W., el presidente más botarate hasta que llegó Trump), las malas artes con las que un oscuro burócrata como él, incapaz de dar un mitin en condiciones con su vocecilla apagada, llegó a las más altas instancias del país y, sobre todo, manejó al entonces presidente, que creía en él a pies juntillas, pastoreándolo para que invadiera Irak en busca de un supuesto armamento nuclear y químico que solo existía en los dossieres falaces de la CIA para manipular la opinión mundial y justificar una guerra injustificable (por más que Sadam Hussein, por supuesto, fuera un execrable sátrapa, como tantos otros que en el mundo lo son).
Las ocultas motivaciones reales del conflicto, que no fueron otras, como es sabido, que facilitar que las grandes petroleras americanas se hicieran con la explotación de los riquísimos pozos de petróleo del estado iraquí, son expuestas sin tapujos por McKay en una dura denuncia que el guionista y director baña en humor sardónico, en una historia llena de mordacidad que incluso se permite excursos puramente surrealistas, como algunas de las escenas en las que altísimos dirigentes proponen delirantes soluciones, acogidas con entusiasmo por el presidente de turno y su corte.
Con un montaje espléndido, que es de por sí ya media película, El vicio del poder es un retrato despiadado de un personaje, pero también de una clase política carente absolutamente de cualquier vocación de servicio público, llegada al poder para usarlo a su antojo y en beneficio propio y de los suyos. Por supuesto, al carecer de una base documental, McKay tiene que rellenar las muchas lagunas que la Historia verificada deja, haciéndolo, ciertamente, con donaire y sentido común; otra cosa es que la infinidad de bellaquerías que se le atribuyen a Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y demás “halcones” de las administraciones republicanas sean realmente ciertas, o no, aunque, visto lo visto, uno tiene la impresión de que McKay es posible que en algunos casos se haya quedado incluso corto.
Como si fuera un Michael Moore delgado que rodara ficción, Adam McKay resulta singularmente corrosivo, demoledor, en su pintura de una administración de tarados que despreciaban a todos y solo apreciaban su proximidad al poder para ejercerlo de manera omnímoda. Es cierto que la tentación por el chafarrinón a veces empaña la seriedad de la denuncia, pero también que difícilmente alguien criado en la comedia iba a dejar pasar la posibilidad de hacer humor con esta panda de corruptos que arramblaron con la administración de su país para ponerla al servicio de sus intereses.
Gran trabajo, realmente extraordinario, de un Christian Bale que se mimetiza en su personaje, desde que en los años sesenta era un tarambana (cierto, como le pasó a George W. Bush, aunque me temo que este siguió siéndolo también después...) hasta que, por mor de una esposa firme y rocosa, mutó en probo funcionario que pronto se dio cuenta de que el proverbio anónimo (que figura expresamente en el frontispicio del film) “cuídense del hombre callado” era el arma definitiva que él podría utilizar (y de qué manera) para llegar hasta donde nadie diría de un individuo mediocre y de nulo carisma. Pero también habrá que citar a Amy Adams, que como siempre está estupenda (¿cuándo no lo ha estado la actriz de La duda o Golpe de efecto?) y a Sam Rockwell, que está muy bien como George W., poniendo el punto exacto de estolidez de aquel presidente norteamericano que se vio enfrentado a la mayor crisis de su país en sus doscientos y pico de años de existencia, el 11-S, y al que un vicepresidente taimado y melifluo le robó, metafóricamente, la cartera, para hacer y deshacer tras aquella horrenda barbarie hasta convertirse, en la sombra, en el Amo del Mundo.
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