La crisis desatada a partir de 2007, y sobre todo, desde 2008 con la caída del banco Lehman Brothers, que se suele tomar como referencia histórica del comienzo del desastre económico que desde entonces nos asuela, no ha sido llevada al cine demasiado; más bien demasiado poco. Habrá que recordar algunos casos, como Margin Call, o en clave doméstica española, las consecuencias devastadoras de la crisis en las economías más precarias en Techo y comida. Pero en general se puede decir que el fenómeno económico más grave que ha sucedido en la Tierra desde la brutal recesión de la Segunda Guerra Mundial permanece casi intacto en cine y televisión.
Está bien, entonces, que se hagan filmes como este La gran apuesta, que cuenta la verídica historia de varios sujetos, entre el visionario y el tahúr, cuando no directamente el timador, que vieron venir el fiasco brutal de las hipotecas “subprime” y supieron sacar partido al tema. Claro que el problema inicial del filme (basado en el libro The big short: Inside the machine doomsday, de Michael Lewis) es que su temática es de una extraordinaria especialización: los términos que se utilizan en los diálogos son propios de economistas o, como mínimo, de gente con una formación económica que, me temo, dista mucho de ser el público masivo que acude a ver el cine comercial norteamericano.
Así las cosas, es complicado que el espectador medio entienda el meollo del filme, y cómo unos cuantos “listos” supieron ver que se podían forrar (y con ellos, en algunos casos, las hasta entonces reticentes corporaciones que dirigían o asesoraban) apostando contra las llamadas “obligaciones colateralizadas por deuda” (CDO), que, en román paladino, serían algo así como paquetes en el que se mezclaban algunas hipotecas buenas, algunas regulares, y muchas malas o sencillamente desastrosas, paquetes que se vendían a inversionistas como si fueran de primera calidad, cuando lo cierto es que estaban masivamente infiltradas de préstamos a personas de deficientes ingresos o inexistentes recursos. Esas manzanas podridas, de aparente lozano aspecto pero llenas de gusanos, envenenaron la economía mundial al ser vendidas “urbi et orbi” por Wall Street y adláteres. Aquellos que entendieron que aquel pufo se vendría abajo más temprano que tarde utilizaron instrumentos de alta ingeniería financiera, con los que apostaron contra esas hipotecas empaquetadas, de tal forma que, si los “packs” se iban al garete, ganaban la apuesta y con ello una millonada realmente indecente.
De aquellos polvos estos lodos. Bien es cierto que estos ahora muchimillonarios no provocaron la caída del sistema, sino que se aprovecharon de él; en ese sentido no fueron ladrones sino gente con olfato que se anticipó a lo que era una caída anunciada, que se sabía se iba a producir, aunque no cuando. Hombre, fueron filibusteros porque se aprovecharon del mal ajeno, pero no se puede decir que lo propiciaran.
La gran apuesta resulta ser, entonces, un filme farragoso, con frecuencia abstruso, donde incluso los que tienen cultura financiera se pierden en los diálogos, las jugadas y las zancadillas de estos linces que se la dieron con queso a todo Wall Street y, con ello, se hicieron de oro. Como película, La gran apuesta tiene el valor más o menos histórico (obviamente fantaseado para que los protagonistas tengan los atractivos rasgos de Brad Pitt, Christian Bale y Ryan Gosling, en vez de ser tres tipos vulgares) de reflejar un relevante hecho cierto, bien que magnificado para la ocasión. Por lo demás, Adam McKay, el director, no se puede decir que sea precisamente Martin Scorsese; en su filmografía hay “cosas” como Hermanos por pelotas o Pasado de vueltas, que ya definen claramente de qué va…
Los intérpretes hacen lo que pueden para que sus personajes tengan cierta carne, entre tanta perorata sólo apta para especialistas. Brad Pitt, que para eso es el productor, se toma muy en serio su papel, aunque sea tan opaco como el del resto de los trileros que le hurtaron la bolita al sistema.
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