Enrique Colmena

En los capítulos I y II de esta serie, hablábamos, respectivamente, de los pioneros del último cuarto de siglo XX en la animación tradicional europea (la de dos dimensiones, para entendernos), y de las películas más relevantes de ese tipo que se han hecho en España en lo que llevamos de este siglo XXI. La tercera y cuarta entregas de este serial las dedicaremos por completo a otro país, Francia, una de las potencias principales, si no la que más, de los estados europeos en lo tocante al dibujo animado tradicional; ya en el pasado siglo XX, como vimos en el primero de los artículos citados, aportó la figura fundamental de René Laloux, quien, con obras como El planeta salvaje, Los amos del tiempo y Gandahar, los años luz, pondría las bases del “cartoon” francés del futuro siglo XXI, plantando la semilla de un cine fundamentalmente dirigido a públicos adultos, con temáticas de una enjundia no precisamente infantil.

En esta tercera entrega de la serie, monográficamente dedicada a Francia (como lo será la cuarta), nos centraremos en glosar los productos cinematográficos y televisivos sobre animación que han sido dirigidos por el cineasta Michel Ocelot, lo más parecido que tenemos en Europa a la respetada figura de Hayao Miyazaki, toda una celebridad en su desempeño como director de “cartoons” tradicionales, aunque, eventualmente, haya hecho algunas incursiones en dibujo digital, pero buscando siempre voluntariamente resultados similares a los de 2D, como veremos.

Y es que el siglo XXI, en Francia, en lo tocante al dibujo animado tradicional, tiene un nombre: Michel Ocelot. Nacido en 1943 (es ya, por tanto, un venerable septuagenario), se formó en su país, tanto en Ruán como en París, para después marchar a Estados Unidos, concretamente a California, donde completó sus estudios relacionados con las Bellas Artes. A partir de 1976 empezó a trabajar en producciones de dibujos animados, ya en calidad de director, siendo su debut en esa faceta la serie televisiva Las aventuras de Gédéon, con un tipo de dibujo muy simple y una temática claramente infantil. Durante las siguientes décadas del siglo XX, el trabajo de Ocelot como director se centró en la realización de cortometrajes, en los que experimentó con formas de dibujo poco habituales en el “cartoon”, como ocurriría con el corto Les 3 inventeurs (1980), en el que jugó con figuras recortables animadas, en una deliciosa peli fantásticamente ambientada en la Francia borbónica, o en La légende du pauvre bossu (1982), en el que la técnica de dibujo era de lo más espartano, con figuras con mínimos movimientos, con una iconografía medieval que recordaba en las escenas de masas a El Bosco y en el tenebrismo del dibujo a Solana, y una temática que amalgamaba arrebatadoramente lucha de clases y romanticismo (extraña mixtura, sí, pero perfectamente imbricada), incluyendo numerosas imágenes de desnudo masculino integral, lo que ya indicaba, por si no era evidente por la temática, que era un “cartoon” no apropiado para infantes, sino para adultos hechos y derechos... Este corto consiguió el César de su año (el Goya francés, para entendernos).

Empezó a ser evidente que Ocelot era mucho más que el típico dibujante de pelis de animación para niños, lo cual no significaba que no trabajara para ese segmento, como ocurriría con los 13 episodios de su serie televisiva La princesa insensible; pero su técnica se distanciaba abrumadoramente de las habituales en el cine de animación infantil; aquí utilizaba de nuevo, aunque de forma distinta, la técnica de la animación de figuras recortadas, jugando también con las sombras chinescas o teatro de sombras (vamos, igualito que Los rescatadores de Disney...), técnica esta última que será la que utilice prácticamente de forma monográfica en su siguiente serie, Ciné si.


Ocelot seguirá cultivando el cortometraje como forma de expresar sus originales ideas tanto formales como de fondo. Así, rueda Les quatre voeux du vilain et de sa femme (1987), donde el despojamiento en la forma ya es absoluto, un dibujo antropomórfico pero de extraordinaria sencillez, apenas el trazo del lápiz (o la plumilla), sin color, una historia medieval que podría interpretarse como una variante de la historia de Aladino y la lámpara maravillosa, en clave cristiana y con una moraleja bastante irónica. El que sí era orientalizante, incluso arabizante, sería el corto Le Prince des Joyaux (1992), de inspiración en el clásico Las Mil y Una Noches, jugando de nuevo, pero de forma distinta, con la técnica de las sombras chinescas, adaptándolas a la iconografía islámica clásica; también sus siguientes cortos, Le belle fille et le sorcier (1992) y Bergère qui danse (1992), profundizarán en la técnica del teatro de sombras y en las temáticas medievalistas, aquí sí con un tono más dirigido al público infantil.


A finales del siglo XX Michel Ocelot emprende su primer largometraje para pantalla grande. Será Kirikú y la bruja (1998), codirigida por el también veterano realizador francés Raymond Burlet; el film se constituye en todo un acontecimiento cinematográfico: lleva a las salas a casi un millón de espectadores y consigue gran número de premios. La historia hunde sus raíces en los mitos y leyendas del África negra, con un pequeño, el Kirikú del título, que nace por sí solo del vientre materno para convertirse en el enemigo de la malvada bruja Karaba, que tiene aterrorizada a toda la población de la comarca. Con un tipo de dibujo que busca deliberadamente el efecto dos dimensiones (apenas hay movimientos giratorios en los personajes), como si Ocelot buscara mantener el teatro de sombras que utilizara en buena parte de sus cortos, Kirikú y la bruja gana a la audiencia por su desarmante ingenuidad, por su inteligente y amena aproximación a una cultura, la negra africana, tan escasamente representada en Occidente, pero también por su trama que juega con los cánones de los cuentos de hadas tradicionales, con su personaje positivo que lucha contra el villano de turno (villana, en este caso), pero con una visión sutilmente distinta de esa pugna, que se resolverá muy lejos de los estereotipos de venganza, ensañamiento y muerte tan típicos de los relatos infantiles occidentales.


El éxito de Kirikú y la bruja anima a Ocelot a intentar la aventura de hacer un largo con su querida técnica del teatro de sombras: será Príncipes y princesas (2000), claramente inspirada en su anterior serie televisiva Ciné si, con seis cuentos infantiles más un preámbulo que da paso a las historias. El éxito económico no se repite, como era de prever, aunque sí la unanimidad en la acogida de la crítica. Volverá entonces Ocelot al universo africano en Kirikú y las bestias salvajes (2005), ahora con la colaboración en la dirección de Bénédicte Galup, en una historia que se desarrolla simultáneamente a la contada en la primera película de la serie (en lo que se conoce en el argot cinéfilo como una “para-cuela”), como otras aventuras sucedidas a Kirikú mientras luchaba contra Karaba; con un dibujo más luminoso y una mayor disposición a la animación de las figuras, la película vuelve a ser un gran éxito de público y confirma a Ocelot como valor seguro en taquilla, a pesar de que sus temáticas y sus estéticas no casan precisamente con las mayoritarias en el dibujo animado más comercial.

Su siguiente proyecto, Azur y Asmar (2006), será una fascinante aventura que mezcla Oriente y Occidente, una historia medieval con dos hermanos de leche, uno europeo, el otro africano, y cómo los distintos caminos que el destino les depara les llevará de aventura en aventura; por primera vez Ocelot utiliza animación por ordenador, pero el resultado es notablemente peculiar: el director no busca las tres dimensiones, sino que juega con las figuras 3D como si fueran 2D, con lo que consigue un raro extrañamiento que conviene a la fantástica historia que nos cuenta, con una temática además en línea con sus ideas renuentes a la venganza y propiciadoras de la (re)conciliación y la alianza entre diferentes. La película se constituye en un gran éxito de público no solo en Francia, sino incluso (a su escala) en Estados Unidos, en un film que en algunas de sus escenas recuerda poderosamente la deliciosa filigrana que Richard Williams hizo en su El ladrón de Bagdad (1993). El siguiente proyecto llevado a cabo por Ocelot será Dragons et princesess (2010), serie de televisión de 10 episodios con otros tantos cuentos extraídos de la cultura popular, con muy diversos escenarios, desde África al Tibet, pasando por Rusia y Persia, entre otros paisajes exóticos; la técnica de dibujo vuelve a ser con frecuencia la de las sombras recortadas o teatro de sombras, pero también Ocelot usa el dibujo animado tradicional, con una iconografía muy deliberadamente bidimensional. Varios de esos episodios se montarán posteriormente para su pase por los cines con el título de Los cuentos de la noche (2011).


El personaje de Kirikú cerrará su trilogía con Kirikú y los hombres y las mujeres (2012), de nuevo historias en paralelo con las dos anteriores entregas de la serie, con nuevas aventuras de este niño africano tan especial, ahora combinando el dibujo tradicional con algunas escenas con el característico teatro de sombras que tanto gusta a Ocelot, pero también añadiendo algunas otras en 3D, con un sorprendente resultado. El film vuelve a concitar el beneplácito del público, si bien la crítica se muestra más reticente, al considerar que se está abusando de las historias del personaje y se va perdiendo la frescura del original.


Quizá espoleado por esas críticas, Ocelot cambia de rumbo y pone en marcha Dilili en París (2018), una deliciosa revisitación de la capital francesa durante la “belle époque”, con un personaje central, la Dilili del título, que nos retrotrae a la fascinación del cineasta francés por los roles indígenas, una preadolescente mestiza franco-kanako (pueblo de la Melanesia francesa), quien, junto a un joven repartidor, Orel, correrán aventuras por el París de la bohemia, codeándose con figuras mundiales de la cultura, el arte y la ciencia (Picasso, Toulouse-Lautrec, Pasteur, Madame Curie, Sarah Bernhardt...), que coincidieron en aquel tiempo y aquel espacio, a la par que habrán de resolver el intrigante misterio de una secta llamada los Maestros Machos (ejem...), en una película que pone el énfasis, de una forma amena y generosa, en temas como el antirracismo, el feminismo, el respeto al diferente, pero sobre todo y ante todo una película absolutamente deliciosa que confirma la preeminencia de Michel Ocelot en el dibujo animado tradicional europeo de los últimos cuarenta años.

Ilustración: Los personajes de la pequeña Dilili y el pintor Toulouse-Lautrec, en una imagen de Dilili en Paris (2018).

Próximo capítulo: Europa como polo del “cartoon” tradicional en el siglo XXI: menos infantil, más adulto (IV). Francia: Otros cineastas