Rafael Utrera Macías

La Real Academia Española de la Lengua se ha mantenido durante muchos años reacia a incluir entre sus miembros a escritores cinematográficos y guionistas, a pesar de lo mucho que pudieran aportar a la causa de tan ilustre entidad. Cuando, finalmente, se decidió modificar el criterio, el primer nombre que suscitó unánime conformidad fue el de Rafael Azcona, pero el interesado (por mejor decir, el no interesado) declinó la supuesta invitación a ser presentado y, acaso, como el personaje de Valle Inclán, Max Estrella, pudo siempre decir “tengo el honor de no ser académico”.

Con posterioridad, en 1998, el nombre de Fernando Fernán-Gómez sería presentado como aspirante al sillón B por el filólogo Francisco Rico, el dramaturgo Francisco Onieva y el científico Rafael Alvarado. La aceptación de su nombramiento tuvo lugar el 30 de enero de 2000, en recepción pública, tras la lectura del discurso titulado “Aventura de la palabra en el siglo XX”, que fue contestado por el dramaturgo citado.


La laudatio de su antecesor

El discurso del académico obliga a efectuar la “laudatio” de su antecesor en el sillón correspondiente, por lo que Fernán-Gómez incorporará a su texto original las menciones correspondientes a la persona y obra de Emilio Alarcos Llorach, tal como seguidamente diremos. Tras el “Señores Académicos”, el cineasta muestra su agradecimiento a los componentes de la asamblea por elegir a un modesto “servidor de la palabra”, quien primero fue “monaguillo” de la misma y más tarde “sacerdote” de su culto, aunque, el hipotético celibato de esta profesión no exime de establecer una efectiva “relación amorosa” entre ella, la palabra, y él, el intérprete habitual de la misma, en unos casos mediante el cine, en otros, mediante el teatro, dos actividades artísticas que podrían considerarse, hasta cierto punto, “gemelas”, aunque no, “univitelinas”. Y a ello, habría que añadir también, el uso que el cineasta ha hecho tantas veces en su vida de la palabra escrita, dando ocasión, en su condición de escritor, a producirla o crearla tanto para su publicación (novela, memorias) como para darle vida en las tablas (teatro).

Y aquí es donde el nuevo académico rememora las virtudes de su antecesor, haciéndolo oportunamente en su calidad de cómico frente a las virtudes del profesor ilustre, del autor del más estudiado tratado de Fonología que se haya escrito en castellano. Don Emilio Alarcos Llorach fue, según sintetiza el cineasta, el mejor y mayor divulgador de los nuevos ámbitos lingüísticos que Saussure (y “sus secuaces”, dice Fernán-Gómez, con sentido, naturalmente, de “seguidores”) describió, aunque, trasladándolos ahora, “con eficacísima precisión” a la lengua española y a los ámbitos, tan bien diferenciados, de “lengua” y “habla”. Estos planteamientos los lleva Don Fernando a su propia experiencia y expone, sintética y precisamente, cómo en nuestro teatro, las obras de Benavente estarían escritas ateniéndose el autor a “la lengua”, mientras que las de Arniches se sustentarían sobre “el habla”. Y, aún más, apoyándose en el legado de Alarcos, suscita que sus seguidores han puesto nuevos nombres, como románticos enamorados, a términos lingüísticos como “morfema” y “fonema”, aunque, nosotros, los profanos, “creemos advertir siempre el latido y la presencia del ser amado al que seguimos designando con el nombre que tenía cuando su enamorado lo conoció: la palabra”.


El uso de la palabra en los espectáculos

Y, a partir de aquí, el cómico disertará sobre “la utilización” de la palabra en las diversas modalidades de espectáculos (cinematógrafo, televisión), incluso, sin olvidarse de los inventos y nuevas tecnologías que organizan el progreso (telégrafo, radio) y la misma vida cotidiana (ante el ordenador, confiesa el académico, le liga una paranoide relación de amor-odio).

La cuestión que se plantea Fernán-Gómez es: cuándo un invento favorece a la palabra y cuándo le es perjudicial. La palabra ha existido en el espectáculo aun sin ser pronunciada: los gestos y ademanes de un mimo son traducidos a palabras, de modo que la palabra ha existido en ese espectáculo aun sin ser dicha. Seguidamente el académico evalúa el funcionamiento de la palabra en los espectáculos, ya sacros, ya profanos. Y puestos a evaluar, en tal sentido, el cine mudo es considerado como su mayor enemigo, pues prescinde por completo de ella. Un “flash-back” es el recurso utilizado para mejor explicar sus planteamientos. Y así, empieza con los actores de la antigüedad clásica donde se comprueba cómo llevan el rostro cubierto… durante muchos años, hasta que, por circunstancias diversas el actor, modificando sus costumbres, salga a escena descubierto, con su rostro bien visible y su voz bien audible. Esa voz, que es común a cualquier ciudadano, tenga la profesión que tenga, ya sea abogado o profesor, agente de seguros o charlatán del Rastro, político o poeta, sacerdote de cualquier religión o comisionista del más allá, implica un trato y un uso de la palabra diferente en cada caso pues distintas son en función de las circunstancias personales, las diferencias sociales, las modas y otras mil circunstancias que influyen en su dicción y uso.


Palabra hablada, palabra escrita

Y útil considera el académico seguir distinguiendo ya no sólo entre la palabra hablada, la palabra escrita y, aquella que se escribe con la intención de que sea hablada. Los ejemplos no van a faltar; así saca a colación la tragedia de Séneca, el drama de Calderón o, ya en la cercana actualidad, el drama social-moralizante de Tolstoi, de Ibsen, de Strindberg; y si se trata de obras cinematográficas, aporta aquellos que fueron populares en el año que se hace académico, ya sea, una extranjera y de ciencia-ficción firmada por Spielberg, o, entre nosotros, aquellas que gozan de extrema popularidad, bien en la pequeña pantalla, Médico de familia, bien en la grande, Torrente, el brazo tonto de la ley.    

Saltando nuevamente a la palabra escrita, el nombre de Gutenberg, en el siglo XV, da nuevas alas a la palabra, en este caso, escrita. Y, ahora, quien sepa leer, leerá para sí pero también para los demás, en voz alta, y así comienza (o mejor, continúa, mediante distinta modalidad) el discurso oral, la oralidad; serán capítulos de El Decamerón, de El Quijote, de El lazarillo y de cuantos cuentos la tradición ha asegurado su existencia de generación en generación.


La palabra escrita del telégrafo

Pasará bastante más de un siglo para que un nuevo invento utilice la palabra con un procedimiento técnico bien distinto; será cuando el escocés Marshall invente un aparato en el que se hermanarán la electricidad y las letras del alfabeto; se le llamará telégrafo y sus elementos, escritos sobre papel, telegrama; tendrá su lenguaje propio y, por ello, en su momento, se consideró que el ser humano había conquistado el espacio y el tiempo. No parece que ninguna obra importante haya sido escrita con este sistema, pero, añadamos por nuestra parte, que Alberti hizo abundante uso de ellos para comunicarse entre sí los actores del cine en su poemario “Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”. Precisamente a dos de ellos, Charles Chaplin y Buster Keaton, menciona Fernán-Gómez cuando, en referencia al nacimiento del cine, recuerda a sus inventores, los Marey, los Muybridge, los Edison, los Lumière, momento en que al espectáculo “le sobreviene una de las más grandes vicisitudes que le han acaecido desde la edad de las tinieblas”: el silencio derrotó a la palabra y, por ello, los comediantes y comediantas, los actores y actrices, se convirtieron en “mimos”. Lo cual trajo consigo las naturales consecuencias que, pronto, se hicieron evidentes y afectó a un numeroso grupo de ellos; el profesional del cine mudo siempre estaba “mimoteando”, pero al incorporarse el sonido, su voz, en tantos casos, no sólo sonaba mal, sino que se elevaba a las altas cotas del ridículo. De otra parte, el triunfo popular del cinematógrafo hace perder al actor su carácter de efímero al tiempo que le otorga el de perenne. Y ese triunfo popular llega a su cénit cuando se convierte en “arte de masas”.


Cinematógrafo mudo, cine sonoro

En la época del mudo, los letreros sustituirán tanto el monólogo (si lo hubiera) del actor/actriz como el diálogo de ellos en cualquier situación, ya cómica, ya trágica. Obviamente, esta situación se modificará cuando el “mudo” se convierta en “sonoro”, aunque, anteriormente, se han usado los servicios de un “explicador”, quien, puntero en mano y lengua suelta, ha ido explicando, según su saber y entender, las cuestiones de la película. Y ello, sin olvidarse del pianista que, bajo la pantalla, crea, sin partitura, los sonidos musicales más apropiados a las imágenes, cómicas o dramáticas, que se exhiben en el “lienzo de plata”.

Pero, hablando de “sonoro” no podemos dejar atrás un “paladín”: es el invento de Marconi al que se le dará el nombre de “radio”; con ella, la palabra, expulsada de la pantalla, adquirirá categoría suficiente para ser la reina de la comunicación verbal mediante elementos técnicos. Y será capaz de llegar a muchos hogares, a todos los lugares, mediante el sistema de ondas. Si el cinema había llegado como “imagen sin voz”, la radio se propaga como “voz sin imagen”. Ambos están “destinados a formar una unión libre”. Marconi y los Lumière han creado dicha unión.


El doblaje como problema

Posteriormente, el conflicto surgirá con la palabra dependiendo de la nacionalidad del film: inglés, francés, ruso, español, etc., etc. En poco tiempo, el cinema “pasa de enemigo de las palabras a paladín de ellas”. El doblaje se convierte en una necesidad; el académico no se priva de catalogarlo como una “monstruosidad” por ser “un ser humano con la voz de otro ser humano”, aunque, advierte, que “una monstruosidad útil”. El orador adopta por un momento la “voz de sus enemigos, entre los que no me cuento” dado que, con él, con el doblaje, puede manipularse, grosera o sutilmente, la palabra, el discurso, el contenido último de la película y un sinfín de cuestiones. Ya la literatura lo advirtió: “traduttore: traditore”. Y referido al doblaje efectuado en España, no se priva Fernán-Gómez de mencionar los malévolos y ridículos casos de Mogambo o de Ladrón de bicicletas, ésta en su apostilla final, sin entrar, con más precisiones, en los doblajes usados arteramente por los regímenes dictatoriales. Y para mejor convencer, el orador cita al director italiano Roberto Benigni quien, en respuesta a un periodista, contestó: “Para mí, el doblaje es el menor de dos males. Si usted lee los subtítulos es difícil que mire a los actores a los ojos. Y, en cualquier caso, la voz es solamente algo que podemos llamar la mano izquierda de los medios expresivos del actor; el cuerpo, el rostro, los ojos, tienen la misma importancia, si no más, a veces…”


La palabra en la televisión

La palabra prosigue su aventura a lo largo del siglo XX, ahora, mediante la televisión. Y, como antes la radio, entre sus múltiples cualidades está el poder llegar a los hogares, a todos los hogares. Inventada hacia 1928, en España se divulga en el decenio de los años sesenta del siglo XX. El cambio social es trascendental, ya los espectadores no tienen que ir a verlo; el espectáculo se ha venido a casa, con la imagen y la palabra, por lo que ha dejado de ser “acontecimiento” para convertirse en “algo cotidiano”. La representación de la vida, si no la vida misma, está en casa por medio de la televisión. Y cada uno de los espectadores deberíamos agradecer a la televisión la compañía que nos presta al abrigo de las palabras. Como bien dijo José Luis Garci, refiriéndose al Cine, pero igualmente aplicable a la Televisión, sus autores y gestores, en sus legítimos deseos de elevar el número de espectadores o las llamadas audiencias, nunca deben sustituir “las palabras por los números”. La legítima competencia no debe justificar ni fomentar el envilecimiento. Porque, como escribió el poeta García Nieto, ante todo debe estar “el supremo don de la palabra… torre de luz, almena abanderada”.

Y así, va cerrando el académico su discurso, aunque todavía le falta una apostilla última donde el término “libertad”, con todas sus denotaciones y connotaciones, conforme una singular pareja junto a la mismísima “palabra”, esa que se viene precisando desde los comienzos de este acto. La libertad puede defenderse con “la violencia o con la palabra”. No puede quedar duda de que “con la violencia y la sangre” sólo actuarán quienes no conozcan otros procedimientos para la convivencia, mientras que con “el pensamiento y la palabra” dicha convivencia dará como fruto una paz verdadera.

Ya sólo le queda al nuevo académico pedir perdón “porque el discurso de ingreso de este cómico en la Real Academia Española no haya sido muy académico”.

Fernando Fernán-Gómez fue académico con 79 años

Ilustración: Fernando Fernán-Gómez en la RAE


Próximo capítulo: Fernando Fernán-Gómez (100 años): “El vendedor de naranjas”, novela cinematográfica (y III)