Rafael Utrera Macías

En capítulo precedente, hemos visto aspectos de la personalidad del poeta y cineasta Jean Cocteau, así como rasgos del personaje mitológico Orfeo según el tratamiento otorgado por las distintas artes. En este segundo apartado veremos el planteamiento efectuado por el cineasta francés sobre el mítico protagonista tanto en su obra de teatro como en su homónima cinematográfica.


Orfeo, obra teatral, primero, cinematográfica, después
 
En “Orfeo”, pieza teatral de Cocteau, tragedia en un acto estrenada en 1926, los hechos suceden en la casa de Orfeo, allá en la Tracia, en época contemporánea, y se centran tanto en las deterioradas relaciones con su esposa Eurídice como en su obsesión por interpretar los mensajes que le transmite un caballo. La muerte de ella, la bajada de él a los infiernos, son referentes que encuentran aquí su esbozo como, del mismo modo, ciertos personajes complementarios anticipan su definitiva plasmación en el celuloide. Además de los protagonistas citados, intervienen un ángel, Heurtebise (Rompecierzos), un comisario de policía y un escribano, junto a los ayudantes de la muerte, Azrael y Rafael. Las acotaciones precisan la utilización de trajes: mono azul, uniformes, levitas y guantes de goma; todo ello es de significativa importancia para la representación, al igual que las abundantes notas sobre la puesta en escena.

El asunto muestra, pues, unas relaciones matrimoniales deterioradas, ya que Orfeo vive obsesionado con los mensajes transmitidos por un caballo (con piernas de persona) que vive en su casa; consulta un abecedario espiritista a fin de poder transformar en poesía las frases recibidas; a su vez, Eurídice amonesta a su marido porque sólo vive para esta información y le recuerda que ha perdido la gloria tras dejar de ser sacerdote del sol. Orfeo se defiende porque quiere interpretar la frase “Eurídice volverá de los infiernos” y ataca a la esposa por recibir cada día en su casa al cristalero “Rompecierzos”. En efecto, la esposa agraviada se desahoga con el cristalero, pero declara inquebrantable su amor por el marido. Heurtebise trae un venenoso terrón de azúcar para el caballo y una carta de Aglaonice y las Bacantes para Eurídice. La naturaleza del cristalero (¿es un hombre o un ángel?) preocupa a Eurídice. Por chupar el sobre de la carta recibida, Eurídice muere.

El personaje Muerte, acompañado de sus ayudantes, penetra en la habitación atravesando un espejo mientras manejan una máquina eléctrica que emite en “onda” siete y “zona” doce. El caballo, tras comer azúcar, desaparece. Orfeo comienza a reaccionar y grita: “¡Yo la arrancaré de la muerte!”. Los guantes de goma que Muerte olvidó son recurso imprescindible para adentrarse en el más allá, a través precisamente del espejo. Simultáneamente el cartero introduce la carta por debajo de la puerta. Eurídice sale del espejo; la frase que obsesionaba a Orfeo ha cobrado pleno sentido. Sin embargo, la cláusula impuesta al marido le prohíbe mirar a su esposa. Orfeo se resiste una y otra vez, pero su voluntad acaba cediendo y la mujer desaparece. Orfeo recoge la carta y, sirviéndose del espejo, lee su mensaje escrito al revés.

La frase mencionada es considerada injuriosa para las Bacantes. Estas matan a Orfeo y su cabeza vuela por los aires. Policías y jueces inician una investigación. Rompecierzos culpa a las Bacantes del asesinato, pero las fuerzas vivas las defienden. El comisario interroga a la cabeza de Orfeo; su respuesta es que ha nacido en Maisons Laffitte y que su nombre es Jean Cocteau. Eurídice, Orfeo y Rompecierzos entran en su casa utilizando el espejo. Respiran paz. Se sientan en la mesa y el esposo da gracias a Dios reconociendo el papel benefactor del “ángel de la guarda”, la muerte del diablo en forma de caballo por el sacrificio de Eurídice, y su recuperación “porque yo adoraba la poesía y la poesía sois vos”. Así se cierran los trece cuadros de esta tragedia en un acto.


Los temas: del teatro al cine
 
Los temas cocteauianos tienden a inscribir lo irreal en la “superación realista”. Mientras la muerte se entiende como el acceso a la suprema verdad, el espejo se muestra como el lugar de paso entre un mundo y otro; la fantasmagoría será una imprescindible formulación cinematográfica con la que deberá necesariamente ampliarse la expresión de la estética teatral. Más allá de la personal interpretación del tema órfico, de su acomodación a la plástica escénica y a los condicionantes de una pieza dramática, la presencia del serafismo, por medio de Heurtebise, añade un elemento digno de tenerse en cuenta. El autor ha contado que, cuando subía a casa de Picasso, una voz le anunciaba que este nombre, “Heurtebise”, estaba escrito en la placa del ascensor. Un poema, creado tras esta experiencia, daría paso al personaje dramático y a su posterior plasmación cinematográfica. Por su parte, la presencia del misterioso caballo y sus enigmáticos mensajes pueden tener antecedentes en alguna obra de Maeterlinck. Pero el tema de la muerte como obsesión, manifestado en diversas variantes, impregna la obra cocteauiana, desde “Los niños terribles” a “El eterno retorno”.


Variados oficios cinematográficos

Los veinte años que median entre la realización de La sangre de un poeta y Orfeo, le han permitido a Cocteau acumular experiencia en diversos frentes de los oficios cinematográficos: dialoguista, guionista, intérprete y realizador. A títulos como La comedia de la felicidad, El barón fantasma, El eterno retorno, La Malibrán, Las damas del Bosque de Bolonia, deben añadirse los dirigidos por él en la mencionada etapa: La bella y la bestia (1946), El águila de dos cabezas (1947) y Los padres terribles (1948); en éstas, efectúa unas reflexiones poéticas sobre el amor y el sufrimiento, con abundantes referencias biográficas, filmando, en algún caso, su propia obra teatral y modificando los procedimientos dramáticos generales; o, dicho de otro modo, intentando la “desteatralización” al utilizar como recurso prioritario una cámara en continuo movimiento. La aventura cinematográfica del realizador no estuvo exenta de dificultades económicas, lejos ya del generoso mecenazgo de su primer título.


Orfeo: film

En Orfeo, film de 1950, en el París contemporáneo y alrededor de los cafés de Saint-Germain-des-Prés, coinciden el afamado poeta Orfeo y la Princesa (la Muerte), misteriosa y elegante mujer que viene acompañada por el joven vate Cegeste; el estado de embriaguez de éste ocasiona disturbios con los presentes y acaba arrollado y muerto por dos enigmáticos motoristas. Junto a Orfeo, es conducido a los dominios de la Princesa; ésta le resucita y se lo lleva a otro lugar tras atravesar un espejo. Orfeo, de nuevo en su casa, se obsesiona con los mensajes recibidos por medio de la radio del coche, ordenados por la Princesa y emitidos por Cegeste, quiere interpretarlos más allá de su aparente forma poemática.

Contra esta actividad se pronuncian Aglaonice y sus compañeras, las Bacantes, amigas de Eurídice, quienes increpan a Orfeo por su deliberada negligencia respecto a su mujer. Ésta es atropellada por los motoristas asesinos con resultado de muerte. Orfeo, conocida la noticia, se desespera. Heurtebise le aconseja usar los guantes que facultan para atravesar los espejos. Así, Orfeo inicia el viaje hacia los mundos habitados por la Princesa luchando contra las fuerzas telúricas que le impiden el paso. Un tribunal juzga las actitudes de la Princesa; queda en evidencia, en este acto, que Eurídice es amada por Heurtebise y Orfeo por la Princesa. La sentencia permite a Eurídice volver con Orfeo a condición de que éste no la mire. El marido incumplirá la orden cuando, inesperadamente, mire la imagen prohibida a través del espejo retrovisor del coche; consecuentemente, la esposa morirá de nuevo. Las Bacantes se amotinan contra Orfeo y acaban con él; los motoristas llevan su cuerpo junto a la Princesa. Sin embargo, ésta ya ha comprendido que su amor es imposible y se obliga a devolverles la vida.

La complicada producción de Orfeo, sólo fue posible por los riesgos asumidos del productor André Paulvé, la inversión personal del propio Cocteau, fruto de la venta de su guion “La corona negra”, y la capitalización del trabajo de actores y colaboradores. Los principales papeles les fueron encomendados a Jean Marais (Orfeo), Marie Déa (Eurídice), María Casares (La Princesa), François Périer (Heurtebise) y Juliette Gréco (Aglaonice), junto a los más episódicos interpretados por el realizador Jean-Pierre Melville o el novelista Claude Mauriac.


El testamento de Orfeo

A su vez, El testamento de Orfeo (1960) convierte a Cocteau en cineasta completo: argumentista, guionista, dialoguista, director, sin faltar el principal papel: el poeta. Los problemas de producción, resueltos en parte por la magnanimidad de François Truffaut, incluyó, como en cualquier juego privado, la inclusión de amigos como Pablo Picasso, Charles Aznavour, Luis Miguel Dominguín, Lucía Bosé, Yul Brynner, etc.

En este film, su autor declara que el privilegio del cine permite a muchas personas soñar el mismo sueño y mostrarnos, además, con el rigor del realismo, los fantasmas de la irrealidad; en resumen, es un admirable vehículo de poesía. “Mi película -dice- no es otra cosa que una sesión de “strip-tease” consistente en hacer desaparecer poco a poco mi cuerpo y mostrar mi alma desnuda porque existe un considerable público en la sombra amante de esa más verdad que la verdad que será algún día el signo de nuestra época. Este es el legado de un poeta a las juventudes sucesivas que siempre le han apoyado”. El poeta, vagando por el espacio y por el tiempo, se incorpora al mundo contemporáneo donde se encuentra con el hombre-caballo, la tribu gitana y el reconstruido retrato de Cegeste quien, en carne y hueso, llegado de las aguas, le acompañará por el resto de la fantástica aventura terrenal como un personaje de Dante lo haría por el infierno.

Un recorrido por los temas culturales conduce siempre a mostrar la persona de Cocteau en su múltiple condición de cineasta y de poeta, de pintor y decorador, a su continua interrogación sobre su actividad lúdica y artística, donde el juicio final y poético le somete, una vez más a la prueba, del creer, del pensar, del saber. Minerva, implacable, arroja su lanza mortal contra el poeta. La tierra, después de todo, como justifica Cegeste para llevárselo al otro mundo, no es su patria.  

El mero contraste entre los aspectos más significativos de la pieza teatral y las cinematográficas, permite comprobar que, en la primera, el autor prescinde de mostrar el viaje al averno, mientras que, en las películas, se convierte en factor principalísimo y de relevante significación donde los recursos fílmicos aportan una presencia singular y una estética muy particular. Los dibujos y letreros con la peculiar grafía cocteauiana imprimen un marcado carácter personal a la plástica fílmica. La dedicatoria en Orfeo a su íntimo colaborador y amigo, Christian Bérard, responsable de la escenografía, muerto poco antes de comenzar el rodaje, sumió al autor en un estado de comprensible tristeza. Cocteau perdía un director artístico que había dado forma a sus ideas desde los postulados neo-humanistas y a un amigo que, siendo zurdo, se había convertido, según el escritor, en su “mano derecha”.


El film sobrenatural

Cocteau sigue fiel a sí mismo y sobre el fondo de los conflictos del poeta, centrados en la dialéctica de la realidad-irrealidad, abandona la expresión surrealista para dirigir sus elucubraciones órficas en una apariencia de naturalismo que el propio poeta denomina el film “sobrenatural” y, en cuyo entramado, la antinomia vida-muerte juega un papel decisivo. Los componentes y recursos utilizados conforman un film declaradamente “realista” que se completa con una pluralidad de elementos “irreales”; la escuela de Meliés, con los recursos propios de la fantasmagoría, permiten a Cocteau ofrecer a su nuevo espectador lo que su anterior lector y espectador teatral nunca pudo ver; la variante sobre tema conocido, la nueva modulación del asunto órfico se nutre de unos elementos filmológicos que, organizados como  materia plástica, devienen en materia poética.

Los temas provenientes del mítico personaje, desde la potencia del amor a la presencia constante de la muerte, de la evidencia de lo misterioso a la fuerza inescrutable del destino, se muestran en la película del artista francés bajo la doble condición de las fuerzas telúricas que arrastran al hombre y, al tiempo, le incapacitan para hacerles frente. Acaso sin quererlo, el cineasta conduce a sus personajes por unas rutas donde el determinismo alterna y se confunde con las variantes del libre albedrío. En este límite entre la realidad y la irrealidad o lo conocido y lo desconocido, el aquí y el más allá, se sitúan las acciones  más significativas de las películas; aquella “zona”, región de la Tracia donde robles centenarios evocaban al mítico personaje, es usada ahora como lugar intermedio donde dos mundos se unen, el de la vida y el de la muerte; sin embargo, lejos de manejar decorados oníricos recurre el director al más común de los lugares, las simples ruinas de unos cuarteles, ya que para él, las zonas de la muerte, individual, no deben confundirse con los lugares de la Muerte, colectiva o general.

Antes hemos anotado, junto al nombre de la Princesa, el sustantivo “Muerte”; sin embargo, la identificación no debe hacerse bajo el signo absoluto de la igualdad; vista la película, resuelta la escena del juicio contra la Princesa, bien se comprueba que ésta obedece órdenes superiores y, si no las cumple o se desvía de los mandamientos marcados, será juzgada por ello. La parafernalia de la que se reviste, desde su genuina y elegante indumentaria a los uniformados acompañantes, no son más que un servicio particular con una misión concreta de la que se sirve la Muerte para llevar a cabo la muerte de una persona. Ello no es óbice para que sus acciones y comportamientos no se revistan del suficiente misterio como para poder evidenciar en ello la poesía de lo desconocido. La nueva bajada de Orfeo a los infiernos, a lo misterioso, el cruce con su muerte, vuelve a metaforizar una situación que, con su antecedente concreto en el texto dramático “Orfeo” y más abstracto en La sangre... nos muestra las dificultades del poeta para convivir con su mundo. Sin embargo, todo acabará con un final donde la pareja se reencuentra y el viaje, motivado por el amor, consigue el objeto último de su deseo.


Ilustración: El actor Jean Marais, en una imagen de Orfeo (1950), de Jean Cocteau.

Próximo capítulo: Jean Cocteau, cineasta. Orfeo: de personaje mitológico a cinematográfico (y III)