Rafael Utrera Macías

En una de las innumerables visitas a Sevilla, solicitado para impartir conferencias, dirigir cursos o las mil y una actividades relacionadas con la vida universitaria, Román Gubern me contó que había sido invitado por la Curia vaticana para participar en unas reuniones motivadas por la proximidad del centenario del cine y preparar un programa sobre específicas cuestiones católico-cinematográficas. Sucedía esto en la última década del siglo XX mientras Juan Pablo II gobernaba en el Vaticano y el nuevo Instituto Cervantes en Roma era dirigido por el doctor Gubern. Con posterioridad, aquella experiencia ha sido motivo de nuevas conversaciones donde un rico anecdotario privilegia las acciones vividas en las reuniones con los eclesiásticos por encima del resultado conseguido por el pontificio consejo.

Antes o después, tenía que llegar un libro donde su autor relatara, mezclando su rigor habitual con su cultura personal, la experiencia romana. “Un cinéfilo en el Vaticano” es su título; “Anagrama”, su editorial”, “nuevos cuadernos”, su colección. 120 páginas que se leen de un tirón y cuyos cinco capítulos entrecruzan aspectos estrictamente cinematográficos con el desarrollo de las reuniones vaticanas en sutilísima amalgama de teorizaciones y pragmatismos. Se une este volumen a la larga bibliografía que el profesor Gubern ha ido forjando a lo largo de tantos años, desde su muy leída y estudiada “Historia del Cine”, traducida a varias lenguas, “libro de hoja perenne”, como la llama su editor Herralde, hasta las muy citadas “Mensajes icónicos en la cultura de masas” o “La mirada opulenta: exploración de la iconosfera contemporánea”; bajo otras perspectivas, cabría señalar su contribución al estudio de las relaciones entre cine y literatura con el ejemplar libro “Proyector de luna. La generación del 27 y el cine”. Y ello sin olvidarnos de tantos estudios sobre el cine español, donde, en drástica selección, reunimos la tríada formada por “Benito Perojo: pionerismo y supervivencia”, “Los años rojos de Luis Buñuel” y “Val del Omar, cinemista”, voluminosos y exhaustivos los dos primeros, muy personal y en formato de bolsillo el último.


Nuevo Cuaderno Anagrama

Precisamente, en este formato de bolsillo se ofrece ahora al lector “Un cinéfilo en el Vaticano”. Continúa así una longeva colección, nacida en la década de los setenta del siglo XX, donde Gubern es ya autor de títulos como “McCarthy contra Hollywood: la caza de brujas”, “Godard polémico” o “Las raíces del miedo: antropología del cine de terror”, editados por Anagrama bajo las sucesivas etiquetas denominadas “Cuadernos”, “Cuadernos ínfimos” o “Nuevos cuadernos Anagrama”. En este último grupo, acompañan ahora a nuestro cinéfilo otros autores como David Trueba (“La tiranía sin tiranos”), Vicente Molina Foix (“Kubrick en casa”), Sara Mesa (“Silencio administrativo”) o Marta Sanz (“Monstruas y centauras: nuevos lenguajes del feminismo”).          

El volumen se estructura en seis apartados, precedidos de un breve prólogo firmado por Esteve Riambau, director de la Filmoteca de Cataluña. En ellos se combinan atinadamente la evolución del cine religioso con las reuniones llevadas a cabo en el Vaticano a fin de establecer las cuestiones relativas al centenario citado. Y, como expresivo complemento de las mismas, las incidencias y comentarios surgidos en el devenir de aquellos encuentros; allí, una organizada jerarquía tenía, como invitado de excepción, a un único seglar de quien, al decir de ella misma, disponían de una completísima ficha donde figuraba desde la referencia a la traducción italiana de su “Historia del Cine” a otras cuestiones de más fino calado que, lejos de prescindir de su persona en función de ellas mismas, le requerían ineludiblemente. 


Obertura habanera

La obertura del “cuaderno”, “Preludio habanero”, le sirve al autor para situar en la capital cubana el encuentro con el sacerdote catalán Enrique Planas, director de la Filmoteca Vaticana, quien, tiempo después, sería su anfitrión en las reuniones para los eventos romanos relativos al cine. La experiencia de Gubern como ciudadano del mundo fílmico le permite entrecruzar un anecdotario donde el lector acaba sabiendo que El último cuplé, interpretado por Sara Montiel, era el film emblemático de la subcultura “weepy” aunque el espectador norteamericano no supiera que la intérprete de Yuma, por su chapurreado inglés, tuvo que ser doblada por Angie Dickinson. O que ciertos cinéfilos cubanos querían saberlo todo sobre la sátira política en el cine y, en concreto, cuáles eran los secretos del guion en Espérame en el cielo tal como Mercero, Valcárcel y Gubern lo habían estructurado respecto al doble de Franco. En otro orden de cosas, se mencionan las invitaciones de las jineteras negras a los turistas junto a la evidencia de que Fidel Castro nunca tuvo un ministro negro.

Antes de llegar a las “Controversias doctrinales”, y a propósito de la Filmoteca Vaticana, el autor pone en aviso al lector para advertirle, en palabras de Unamuno, que los límites de las tendencias ideológicas no siempre son nítidos y los bordes del humanismo cristiano, fluidos; de igual modo, recurriendo al libro de Alberti, asevera, con razones suficientes y experiencias propias, que Roma tiene “peligro para caminantes”. La primera cuestión está referida, naturalmente, a sus relaciones con la curia y el entorno vaticano; la segunda, metaforiza las dificultades leguleyas y burocráticas a que puede ser sometido un intelectual, quien está muy lejos de satisfacerse con la gobernanza doméstica de un edificio oficial, más allá de mantener el equilibrio entre, pongamos por caso, oscuros representantes ministeriales y politizados embajadores del país propio o ajeno.


Cristianismo frente a cultura de la imagen

Sin duda, un seglar, y, por tanto, ajeno a la curia, debe tener el necesario conocimiento de “lo religioso”, en el más amplio sentido del término, para contribuir positivamente a la misión a la que ha sido invitado. En este sentido, el Dr. Gubern expuso a los vaticanistas y expone ahora a sus lectores, las relaciones del cristianismo con la cultura de la imagen que, lejos de ser amigables, sufrieron alevosas turbulencias. Así, vamos conociendo su vinculación con la iconoclastia hebrea y la iconografía romana y, consecuentemente, las herencias recibidas en la representación de la imaginería o los procesos de trasformación habidos tanto en la escultura como en la pintura. Se detiene el autor en reproducir las acusaciones inquisitoriales contra Paolo Veronese a fin de justificar cómo los mejores pinceles de cualquier época no estaban exentos de una pérfida fiscalización en cuadros de temática religiosa. Muy al contrario, la globalizada evangelización de épocas posteriores aportó nuevas representaciones cristianas, siempre en función de países y razas, generalmente con escasa relación con la cultura occidental.


Cristo fuera de cuadro

Bien nacido el siglo XX, el desarrollo del cinematógrafo otorgó lógicas prioridades a la temática religiosa y abriría un arco de posibilidades que redundarían en una diversidad de géneros donde la figura de Cristo se cruzaría, al cabo del tiempo, con hagiografías de muy diverso tipo; en tal sentido, las versiones católicas alternarían con las inspiradas por las iglesias evangélicas. Aunque, a decir verdad, tanto una como otra fueron remisas a que la figura de Jesucristo tuviera representación “real” en la pantalla dado que la divinidad no debía mostrarse al espectador; es lo que se podría denominar “Cristo fuera de cuadro”. Las actitudes conservadoras del Vaticano respecto al cine tuvieron su mayor exponente en Pío X y se mantuvieron hasta que Pío XII publicó, en 1957, su encíclica “Miranda Prorsus”, en la que establecía la defensa de los medios de comunicación, cine, radio, televisión, y su utilización en beneficio del mejor apostolado católico; en concreto, se marcaban las pautas de lo que debía ser, para esta iglesia, el “film ideal”.

Gubern se detiene en varias películas y en ciertos guionistas y directores para mostrar los avatares surgidos por este cine religioso a lo largo de un siglo. Películas como Del pesebre a la cruz o Jesús de Nazaret (1913), de Sidney Olcott (norteamericano de origen canadiense) y Christus (1916), de Giulio Cesare Antamoro (aristócrata romano), la primera “generada por un país de sospechosa cultura protestante” y de enorme éxito en naciones seguidoras de esta religión, mientras la segunda fue acogida con “actitud fervorosa” por el Vaticano. Sin embargo, la película que aporta el “modelo comercial de representación de la Pasión” fue Rey de Reyes (1927), de Cecil B. DeMille, cineasta que jugaba las bazas argumentales e interpretativas en función de los públicos asiduos a este género de manera que “primaba la espectacularidad sobre la espiritualidad”. El mismo título de Rey de Reyes (1961) sería utilizado por el productor Samuel Bronston para esta película dirigida por Nicholas Ray y rodada en España; Gubern alude a su planteamiento novedoso, por más que resultara “una versión sesgada del texto bíblico”, aunque tuvo la virtud de satisfacer a católicos, protestantes y judíos, “ya que hacía de los paganos romanos los responsables de la muerte de Cristo”.


Comisión pontificia e individuos célebres

La comisión pontificia, compuesta por representantes de muy distintos estamentos vinculados al Vaticano, a las ciencias de la comunicación, prensa extranjera, etc., estaba presidida por el arzobispo John P. Foley. La conversación inicial del prelado americano con el catedrático español comenzó en latín, siguió en inglés y acabó en italiano. Del mismo modo, las sesiones comenzaban rezando el Padrenuestro en latín. Entre otras cuestiones, al “cinéfilo en el Vaticano” se le encargó un documento cuyos dos términos básicos eran “universidad” y “cine”. El lector del volumen puede tener la certeza de que los contenidos del “borrador” precisan, organizada y estructuralmente, a cuantos organismos e individuos interesan el cine y los medios audiovisuales tanto en su faceta de disciplina académica como de instrumento didáctico. Su complejidad combina facetas artísticas con ideológicas y, desde el punto de vista que se solicita, es poderoso instrumento de influencia moral sobre público, en general, y espectadores, en particular. Pero el arzobispo presidente no pasó por alto una frase del texto donde su autor agrupaba como “individuos célebres” a Napoleón, Jesucristo, Espartaco, Dreyfus y Gerónimo, por lo que se invitaba al redactor del texto a eliminar el nombre de Jesús del contexto y del grupo en el que se le incluía. Román Gubern recibió nuevas amables reprimendas con ocasión de otras cuestiones que, publicadas por la prensa, hacían referencia a la elección del patrono del cine, cuestión que, finalmente, no quedaría resuelta.


El panteón vaticano: películas modélicas

Otro de los aspectos más singulares fue la elección de un listado de películas que pudieran tenerse como modélicas atendiendo a los diversos valores que encarnaban. El resultado fue una lista “eurocéntrica” que, en opinión del seglar, marginaba al Tercer Mundo. Tras las deliberaciones pertinentes, se establecieron definitivamente tres bloques que atendían a estos criterios o valores: religiosos, sociales y humanos. Gubern agrupa los tres listados bajo la denominación capitular “El panteón cinematográfico vaticano”. Cada apartado reúne alrededor de quince películas, pero su ordenación no responde a criterios de calidad. En el apartado “religioso” figuran, por ejemplo, Andrei Rublev (Tarkovski), La misión (Joffé) o La pasión de Juana de Arco (Dreyer); en el de valores “morales y humanos”, Carros de fuego (Hudson), El séptimo sello (Bergman), Ladrón de bicicletas (De Sica), junto a otras;  en valores “artísticos” aparecen las siguientes: 2001: una odisea del espacio (Kubrick), La strada (Fellini), Ciudadano Kane (Welles), Tiempos modernos (Chaplin), Napoleón (Gance), Fellini, ocho y medio (Fellini), La gran ilusión (Renoir), Nosferatu (Murnau), La diligencia (Ford), El mago de Oz (Fleming), Oro en barras (Crichton) y Mujercitas (Cukor).   


Ante la laguna y el barquero

El “cinéfilo en el Vaticano” ya había incluido algún anecdotario de la etapa romana en sus memorias, tituladas “Viaje de ida” y publicadas en 1997, poco después de su estancia en la capital italiana al frente del Instituto Cervantes. Se cerraba este libro con una reflexión entendida como rasgo propio del otoño de la vida, “cuando tantísimas cosas aparecen como déjà vu (…) y ya no faltan demasiadas estaciones para que concluya un viaje de ida sin billete de vuelta”. Afortunadamente, Gubern, veintitrés años después, ha podido darnos, ahora como nueva pieza separada y en asequible formato, sus peripecias fílmico-vaticanas, que se cierran con el capítulo denominado “Ante la laguna”. Su estancia en Venecia, con ocasión de un curso universitario, le permitió visitar las islas cercanas, San Clemente, San Lazzaro, y, al tiempo, reflexionar sobre la laguna Estigia y el barquero Caronte, acaso como Patinir cuando pintaba su emblemático cuadro. Román reflexiona sobre el nomadismo de su existencia y el ocaso de su vida; en rica mezcla con cierta literatura, incluida la infantil y juvenil, recurre a la búsqueda de uno mismo y al deseado encuentro de un paraíso perdido. Hollywood y Venecia, “los lugares más irreales del mundo”, parecen saciar definitivamente su “apetencia de equilibrio emocional”. La madurez de la vida adulta parece alcanzada en la senectud, “como en una película hollywoodiense coronada por un dichoso final feliz”. Este reseñado “cuaderno Anagrama” evidencia que su viaje de ida, afortunadamente, continúa.

Ilustración: Román Gubern.