Enrique Colmena

Analizábamos en capítulo anterior al Spielberg que, como director, gustaba de hacer cine popular, cine para todos los públicos, con la (por qué no decirlo) sana intención de hacer buenas recaudaciones, sin por ello bastardear sus películas, que (casi) siempre han tenido interés.

Hay otro Spielberg director, como decíamos, el que, sin dejar de mirar de reojo la taquilla, muestra su preocupación por temas serios, trascendentes, de los que se preguntan por el ser humano y su condición, por sus obras y sus omisiones, por sus flaquezas y sus (a pesar de todo) fortalezas morales. En algunas ocasiones se ha reputado ese interés de Steven en este tipo de cine como una forma de optar a los Premios de la Academia, esos Oscar que, como sabemos, están vedados, como si hubiera una ley no escrita (al menos en sus categorías más distinguidas), al cine de género, no digamos al de aventuras o manifiestamente popular. Entiendo que ello pudo pesar en el ánimo de Spielberg de su primera época, en los años ochenta e incluso en los noventa; después, una vez ganadas dos estatuillas como Mejor Director, por La lista de Schindler (por esta también ganó como productor el Premio a Mejor Película) y Salvar al soldado Ryan, me parece que su ego debe estar suficientemente satisfecho y hace este tipo de films porque le apetece hacerlo, porque quiere dar él también su punto de vista sobre temas que nos afectan a todos, porque desea que el público que le sigue, una muchedumbre, se pregunte también por las cosas que a él le importan.

Aunque en sus películas populares siempre hay toques de temas relevantes (véase, por ejemplo, el posible contacto con inteligencias ajenas a la Tierra, singularmente en Encuentros en la Tercera Fase y E.T., el extraterrestre, aunque con distintos tonos), lo cierto es que hay films que están dirigidos fundamentalmente a hablar de esos temas, y a esos nos limitaremos hoy.

Quizá su primer film serio fuera El color púrpura (1985), un durísimo alegato contra el racismo, con la novela homónima de Alice Walker como base, un racismo que no sólo parte de los blanquitos que se creen superiores, sino incluso de los de la propia raza negra, en un tremendo melodrama que, sin embargo, se llevó una bofetada sin manos: estando nominada a once Oscar, la Academia no le concedió ni uno solo. Si le escoció este feísimo detalle del asilo de ancianos que son, en su mayoría, los académicos de Hollywood, Spielberg no parece que se diera por aludido, porque su siguiente film también buscó una temática importante. Con El imperio del sol (1987), según la novela homónima de J.G. Ballard, Steven rueda (por cierto, parcialmente en Andalucía) una historia ambientada en un campo de concentración en China, en el contexto del frente asiático de la Segunda Guerra Mundial, un film sobre la maduración a marchas forzadas desde la adolescencia torturada, una película antibelicista que daría su primer papel protagonista al después famoso actor Christian Bale.

Las modestas cifras de recaudación de El imperio del sol, sin que se pueda considerar un fracaso, quizá hicieran a Spielberg pensárselo mejor hasta hacer otro film de corte sesudo. Ese nuevo título será uno de los fundamentales en la carrera de Steven, y el que le dará carta de naturaleza en su faceta de director de temas graves: La lista de Schindler (1993) nos narra la verídica historia del empresario alemán Oskar Schindler, quien durante la Segunda Guerra Mundial salvó a miles de judíos de morir en los campos de concentración nazi, con una espléndida interpretación de Liam Neeson y reportando a Spielberg, por fin, un buen cargamento de Oscar: siete en total fueron, pero sobre todo puso en imágenes, en un film de gran llegada al público, aquel abyecto crimen conocido como el Holocausto, un crimen por el que, sin duda, debería haber un infierno para que sus autores penaran durante toda la eternidad. Sobriamente filmada en un exquisito blanco y negro, aunque con un estrambote final en color que ciertamente sobraba, la película reivindica también la imagen de Spielberg como el cineasta sereno que habla de temas lacerantes, y que en este caso le afectaba personalmente por motivos de su etnia judía.

El tema recurrente del racismo aparecerá de nuevo en la carrera del director de Cincinatti con Amistad (1997), su siguiente film “serio”, una aproximación histórica a un hecho verídico: a mediados del siglo XIX, los pasajeros forzosos de un mercante esclavista español se rebelan contra los mandos del barco “Amistad”, que los transporta a América, y terminan fondeando en un puerto norteamericano, donde serán objeto de una controversia judicial. La perspectiva antirracista, entonces, es distinta a la de El color púrpura; era lógico que Spielberg no repitiera la misma mirada; aquí se trata de aspectos legales, aunque esos aspectos legales lleven aparejados asuntos tan execrables como que un ser humano pueda ser propietario de otro. Sin embargo, el film adoleció de falta de ritmo, de garra, y a pesar de sus buenas intenciones (y de un elenco con grandes de la interpretación como Anthony Hopkins y Morgan Freeman), naufragó tanto en taquilla como en la consideración crítica.

Pero ello no iba a arredrar a Spielberg, que al año siguiente afronta uno de sus films señeros, Salvar al soldado Ryan (1998), un film antibelicista ambientado en el Desembarco de Normandía, una película de aliento humanista que, sin embargo, estableció un nuevo canon en cuanto a la representación de la guerra en pantalla, primando factores como la fisicidad y la cercanía de la atrocidad de las heridas, en una película difícilmente olvidable en la que un Tom Hanks ya convertido en el americano tranquilo, personificaba al hombre medio, honesto y cabal, que en buena medida ha sido su arquetipo interpretativo desde entonces. Con cinco Oscar en la mochila, Salvar al soldado Ryan será entonces su segundo gran éxito en el cine “serio” que, guadianesca, intermitentemente, cultiva Spielberg.

Su siguiente aportación a esta grave veta de su cinematografía vendrá dada por la adaptación al cine de un relato de ciencia ficción de Brian Aldiss, un proyecto que ya acarició, antes de morir, el mismísimo Stanley Kubrick. Hablamos de A.I. Inteligencia Artificial (2001), una sensible historia futurista con un androide de apariencia infantil, que aprenderá no solo a relacionarse con los seres humanos, sino, a través de sus programas, a amar a los otros, incluso a desear ser amado: una metáfora del amor con independencia de que estemos hechos de carbono o silicio, una bellísima, tristérrima película que, sin embargo, no funcionó demasiado bien en taquilla, quizá esperando el público una historia superficial de fútil adrenalina cuando lo que había era humanidad, fuera o no de carne y hueso.

La terminal (2004) será su siguiente empeño en este tipo de cine que no tiene como primera condición (sin desdeñarla...) arrasar en taquilla. La historia, inspirada en hechos reales, contaba lo acontecido al pasajero de un país de una antigua república soviética, varado en un aeropuerto por mor de un golpe de estado en su país. Aunque rodada en clave de comedia, la peripecia de este hombre abandonado por su gente, pero también por la que debería acogerlo, no deja de ser una dura denuncia contra el antihumanismo en las relaciones entre personas, en las que priman las leyes y las normas antes que las vidas y las libertades. De nuevo con Hanks al frente del reparto, tuvo una aceptable repercusión crítica y un modesto retorno en taquilla.

Aunque pudiera reputarse que Munich (2005) es un film “de género”, cosa que no voy a negar, la incluimos entre el cine “serio” de Spielberg porque, aunque es un thriller, su temática, la venganza del servicio secreto judío, el Mossad, contra los autores intelectuales de la matanza que perpetró la organización terrorista palestina Septiembre Negro en las Olimpiadas de 1972, en la que murieron varios atletas israelíes, se presta ciertamente a interesantes reflexiones. Estamos entonces ante un tema vidrioso, pero en el que Spielberg, como el cineasta inteligente que es, no barre descaradamente para casa (siendo él mismo de etnia judía), sino que se permite digresiones sobre la licitud, o no, de esa venganza en las cloacas del estado. Lástima que el film después no tuviera demasiada entidad como tal, con un guion que flojeaba demasiado y una historia que no terminaba de interesar, a pesar de que los mimbres eran de lo más atractivo.

A resultas quizá de la endeble acogida de este film, Spielberg tarda varios años en montar una nueva historia de corte serio. Será entonces el momento de Lincoln (2012), la historia del famoso presidente norteamericano, centrándose en los tiempos en los que pudo conseguir del Congreso la abolición de la esclavitud: de nuevo entonces el antirracismo, aunque en esta ocasión desde una perspectiva bien distinta, política e histórica, y ajustándose a la figura gigante de aquel hombre que vio claro que un estado no puede llamarse así si millones de sus ciudadanos no tienen la consideración de tales por el color de su piel o por cualesquiera otras circunstancias. Con una gran interpretación de Daniel Day-Lewis en el personaje central, justamente oscarizada, y una más que razonable aceptación en taquilla, parece que Spielberg se reconcilia con el cine trascendente y durante esta década nos ofrecerá algunas muestras más del mismo.

Es el caso de El puente de los espías (2015), para nuestro gusto su última (por ahora...) gran película en esta veta de temas graves, la historia de un abogado en los años sesenta que se vio compelido a defender a un espía soviético, contra sus principios y valores, pero convencido de que toda persona tiene derecho a contar con la mejor defensa posible. Libertades civiles, entonces, es el tema de este notable film, que combina admirablemente intensidad, amenidad y mensaje político y cívico, de nuevo con Tom Hanks a los mandos, un actor que en los últimos tiempos se está demostrando imprescindible en el cine spielbergiano “serio”, pero también con la aparición de un espléndido Mark Rylance, que obtuvo con toda justicia el Oscar al Mejor Actor de Reparto, y que volverá a aparecer en posteriores empeños de Steven.

La última película de tono serio en la carrera de Spielberg, hasta el momento de escribir estas líneas, será Los archivos del Pentágono (2017), también basada en hechos reales, los que acontecieron a primeros de los años setenta cuando los responsables de The Washington Post tuvieron que decidir si publicar, o no, ciertos documentos que ponían al descubierto las mentiras de la Administración Johnson durante la Guerra de Vietnam. Con Hanks de nuevo, más una estupenda Meryl Streep, en su primera colaboración con Spielberg, el film hablaba de la libertad de prensa, gran tema y sin duda de los más relevantes en un estado de derecho y en una democracia que se tenga por tal, si bien la forma en la que Steven nos transmitió la historia, a mi juicio, fue reiterativa, abstrusa y carente de tensión narrativa, graves carencias que, sin embargo, no empecen el mérito del director de Cincinatti al abordar el candente asunto.

Ilustración: Una imagen de El puente de los espías.

Próximo capítulo: Steven Spielberg: el Rey Midas navega por el Guadiana (y III). El productor todoterreno