Enrique Colmena

[Sugerimos la lectura previa de las anteriores entregas de esta serie de artículos, pulsando en estos enlaces: I, II.

Así mismo, el lector interesado en el cineasta sevillano puede también consultar en Criticalia el artículo titulado Manuel Summers: bajo el disfraz del francotirador insolidario, del que es autor el catedrático Rafael Utrera Macías.]


La muy apreciable acogida en taquilla de El juego de la oca anima a Summers a afrontar uno de sus films más personales. Estamos en 1966 y su título es Juguetes rotos, peculiarísimo documental y una de las cumbres de su carrera, rodada en numerosas localizaciones en España y Francia, que parte de la admiración sin límites que Manolo sentía por el futbolista vasco Guillermo Gorostiza; a partir de ahí, el cineasta construye un coherente relato documental que gira en torno a cuatro grandes actividades relacionadas con la cultura popular o el espectáculo: el teatro de varietés, con peculiarísimos personajes como el llamado Gran Gilbert, un transformista ya octogenario en los años sesenta del pasado siglo, tan poco proclives a esas liberalidades; un personaje, por cierto, que físicamente recordaba bastante al actor cómico italiano Totò; el fútbol, con su gran ídolo, el extremo Gorostiza, varias veces campeón de España con sus equipos, el Athletic Club de Bilbao y el Valencia F.C., futbolista de la selección española, todo un ídolo en su momento, al que Summers consigue localizar en un asilo de mala muerte en Bilbao; el boxeo, fundamentalmente con el púgil vasco Paulino Uzcudun, que fuera campeón de Europa de los pesos pesados, pero también con algunos patéticos personajes como Ricardo Alís, quien fuera campeón de España del peso wélter, pero al que un mal combate le provocó un derrame cerebral y desde entonces, con una cojera de por vida y toda la pinta de estar bastante “sonado”, malvivió como guarda de un vivero; y el toreo, con matadores retirados como Pacorro y Nicanor Villalta, haciendo Summers que el segundo de ellos se enfrentara a un toro por última vez en su vida, en una plaza absolutamente vacía, como símbolo del olvido en el que había caído.

Nadie había hecho antes nada igual en cine, poner ante la pantalla grande aquellos antiguos ídolos ya olvidados, esos “juguetes rotos” del título, gente que lo fueron todo y que en su vejez ya no eran absolutamente nada. Juguetes rotos presenta un concepto modernísimo, un documental que podría estar hecho ahora, en pleno siglo XXI. Está a años luz del cine que se hacía en la época, pero no solo en España; tampoco en el resto del mundo se hizo una aproximación como esta a viejos ídolos para contemplarlos desde una compasión cómplice, desde una piedad en absoluto impostada, puro humanismo tan cercano como acre denunciador de una realidad tan injusta.

Pero las aventuras rabiosamente artísticas de Summers en cine casi siempre se saldaron con graves fiascos comerciales que le hicieron tener que volver al cine más comercial. Juguetes rotos obtendrá el segundo peor registro en taquilla de la carrera de Manolo, con poco más de 100.000 espectadores, con lo que, teniendo en cuenta que no fue un film barato, al localizarse en un buen número de localidades en España y Francia, resultó una auténtica ruina para Summers, y ello a pesar de que la película obtuvo el Premio San Gregorio en la Seminci de Valladolid y el de Mejor Película del Sindicato Nacional del Espectáculo. Pero, ciertamente, era improbable que en la España de mediados de los años sesenta un film como este, tan adelantado a su tiempo, tuviera una mínima repercusión comercial.

Ese rotundo fracaso comercial hace que Summers canalice sus siguientes proyectos hacia sendas más habituales dentro de un cine, el español de ese tiempo, que apenas sabía de audacias formales y, sobre todo, de temáticas tan extrañas, tan impensables, como la que presentó su formidable Juguetes rotos.

Llega entonces el tiempo del que será su díptico cómico compuesto por No somos de piedra, en 1968, y ¿Por qué te engaña tu marido?, en 1969, aproximaciones sutilmente distintas al fenómeno que ya iba cobrando forma, el landismo, en lo que todavía podríamos denominar “protolandismo”, antecedente de ese cine con españolito feo y bajito, permanentemente “salido”, que fue típico de finales de los años sesenta y buena parte de los setenta.

Summers jugará sobre seguro, y en el mítico año de 1968, cuando en París soñaban con que la playa estaba debajo de los adoquines, rueda No somos de piedra, que podría considerarse como una peculiar aportación de Summers al fenómeno del landismo, en aquel tiempo en plena gestación, con films como Novios 68 o 40 grados a la sombra, películas que aún no sabían que estaban colaborando a la creación de un fenómeno que tomaría la efigie de Alfredo Landa como mascarón de proa y lo convertiría en el arquetipo del españolito medio, siempre a la caza y captura de la sueca (o española…) que se dejara hacer, aunque, como Carpanta con la comida, casi siempre se quedara con las ganas.

No somos de piedra nos presenta la historia de Lucas, un probo padre de familia numerosa (que se irá incrementando notablemente conforme vaya avanzando el metraje...) que tiene un problema: le gustan todas las mujeres... aunque al final siempre se tiene que conformar con la suya, Enriqueta, no precisamente agraciada; para más inri, su esposa, con tanto niño ya en casa, insiste en contratar a una chica de una institución de “mujeres perdidas”, con un cásting previo, lleno de insinuaciones que pretenden pasar por virtuosas aunque en el fondo son evidentemente pícaras, al final del cual se deciden por una chica, Josefita que (lo han adivinado...) estaba como un tren, con lo cual es como poner a Drácula a vendar una herida sangrante.

La película nos irá desgranando las diversas tentaciones del sexo femenino a las que habrá de hacer frente (o no...) este carpetovetónico ejemplar bajito, feúcho, con bigote, pertinaz conductor de un Seat 600, el popular “seíta” de la época, y lector de novelas de Marcial Lafuente Estefanía: es, en sí mismo, un tópico ambulante, pero ya se encargará Summers de hacer algo sutilmente distinto a lo que en ese tiempo, y durante varios años, otros cineastas hacían en torno al landismo.

Así, Summers juega a placer con la ironía en vez de con la procacidad habitual en el fenómeno landista, y además utilizó, en un rasgo de modernidad que desde luego no fue el único en su carrera, los “bocadillos” típicos de las viñetas de humor para poner en pantalla los pensamientos lúbricos de su macho hispano, tan necesitado de sexo extramatrimonial como finalmente abocado al puramente conyugal. Juega también el cineasta sevillano con los tópicos sobre las familias numerosas, con frases hechas del tenor de “un matrimonio sin hijos es como un jardín sin flores”, que se repiten en un contexto de ironía, cuando no de sarcasmo. Además, Summers se permite poner en pantalla uno de los tabúes sexuales de la época, la píldora anticonceptiva, con una serie de peripecias que tendrá que afrontar el atolondrado protagonista para conseguirla y no seguir llenándose de hijos.

No somos de piedra será, entonces, lo que podríamos llamar una astracanada de diseño, una astracanada intencionada, muy superior a las comedietas del tipo No desearas al vecino del quinto, que se considera el epítome del fenómeno del landismo. Pero es que, además, en No somos de piedra no hay un solo plano neutro, todos tienen un significado concreto, en un film en el que brilla con luz propia la metáfora, como esa ola que choca contra una roca, imagen con la que Summers sustituye a la coyunda de Landa con su santa esposa (porque ya sabemos que con las otras, nada de nada...).  

Como era previsible, esta vez Summers sí da plenamente en la diana comercial, consiguiendo uno de sus grandes éxitos en taquilla, con más de 2,6 millones de espectadores. Ello le anima a continuar por esta senda en un título más, ¿Por qué te engaña tu marido?, estrenado en 1969, en la que el sevillano se basa, muy libremente, en la novela homónima de Wenceslao Fernández Flórez, publicada en 1931 (por cierto, única adaptación literaria realizada por Summers a lo largo de toda su carrera como director).


La historia se centra en la boda de Eduardo (Alfredo Landa) con Claudia (Laly Soldevila), y cómo en el transcurso de esa boda, que ocupará todo el metraje, por la mente del novio irán sucediéndose las diferentes opciones que tendría de no casarse con esta su novia de toda la vida, en una serie de calenturientas alternativas imaginadas con distintas mujeres, desde el bombonazo narcisista a la hippie irredenta, pasando por la ninfómana acosadora, personaje este último que le permitirá subvertir los papeles habituales: aquí será ella la que estará permanentemente ansiosa de sexo, hasta el punto de que el españolito “salido” tendrá que buscarse mil y una excusas para no pasar una y otra vez por el lecho conyugal, en una divertida plasmación del “mundo al revés”.

Con un ritmo trepidante, vertiginoso, aquí no hay prácticamente planos inertes o de poca intensidad, en un torbellino de ideas que, en lo sexual, presenta una picardía que resulta incluso mucho más erótica que escenas de sexo real.

No estamos aquí, por supuesto, muy lejos del universo de No somos de piedra, pero esta historia está más elaborada, quizá por la base literaria de Fernández Flórez. La película, además de suponer una divertida comedia para públicos elementales, resulta ser también una vertiginosa y despiadada sátira hacia el entonces muy de moda fenómeno de los hippies, todos muy asqueados de lo burgués, pero prestos a beneficiarse de todo cuanto critican de la clase conservadora... Hay también una nada soterrada crítica de otros asuntos, de entonces pero también de siempre, como los celos o el incipiente culto al cuerpo; como vemos, no es magra cosecha para lo que se suponía que era una simple astracanada.

La película, de nuevo con una buena taquilla, con más de 1,4 millones de espectadores, permite a Summers volver a reincidir en uno de esos films inhabituales, extraños para la época, pero a los que el cineasta sevillano tenía tanta querencia que le resultaba imposible resistirse. De esta forma, en 1969 rueda el peculiar documental Urtain, el rey de la selva... o así, teóricamente sobre el famoso púgil vasco José Manuel Ibar, alias “Urtain”, boxeador que causó furor a finales de los años sesenta y se convirtió en una de las figuras más célebres del panorama español de la época, llegando a ser campeón de Europa de los pesos pesados.

Pero aunque Summers siguió a Urtain haciendo un por lo demás muy peculiar “biopic” (incluyendo algunas dramatizaciones sobre sus comienzos en el boxeo), lo cierto es que nos parece que lo que realmente interesó al sevillano fue, con el pretexto de hablar del púgil euskaldun, realizar uno de los alegatos más duros que se hayan hecho nunca contra las guerras (y en concreto sobre la del Vietnam, en aquella época en plena efervescencia, con un importante movimiento en su contra, especialmente entre la juventud) y contra la violencia del ser humano, incluyendo numerosas imágenes de ejecuciones sumarísimas y fusilamientos, imágenes reales que en los años sesenta aparecían en las pantallas de televisión sin problema alguno y que Summers nos presenta brutalmente para respaldar su tesis; en el fondo, el tema del film era, o así nos lo parece, la violencia secular entre los seres humanos, esa tendencia de milenios que nos acompaña desde que estábamos en las cavernas.

En esa misma línea Summers nos presenta otras muestras de la contumaz violencia del ser humano, como diversos recortes de prensa de mujeres asesinadas por sus parejas, exparejas o hijos: medio siglo antes de que, hoy día, el maltrato doméstico sea uno de los más graves problemas de convivencia de nuestro tiempo, el cineasta sevillano ya lo refería, y lo criticaba acerbamente, en sus pelis...

Dice el narrador, afianzando la tesis summersiana: “somos la peor especie de la tierra, aún hay pueblos caníbales”, pero pronto empieza la brutal ironía: “llega la civilización”, y entonces vemos las luchas entre seres humanos, incluso con la imagen del famoso bonzo quemado: “estos son los países civilizados”, dice. Tremendas imágenes con auténticas matanzas en directo: “nosotros los matamos pero no nos los comemos, somos civilizados; hasta les rezamos y les echamos flores…”.

Parece claro que la tesis del film viene a decir que Urtain, realmente, es el rey de la selva porque, siendo tan expeditivo en sus combates, hace lo mismo (aunque mejor) que el resto de los seres humanos, que no somos ángeles sino que nos dedicamos muy gentilmente a pegarnos, a herirnos, a matarnos, cuanto más cruelmente mejor. La imagen final viene a confirmar esta tesis: alguien, quizá un enterrador, está excavando en la tierra en un cementerio, mientras vemos a su lado un perro, al que Summers, en un “bocadillo” de viñeta, hace decir “¿quién me mandaría a mí ser el mejor amigo del hombre?”.

Como curiosidad, también como osadía, la película incluye algunos diálogos en euskera... ¡en 1969!, cuando el uso de las otras lenguas vernáculas de España en el cine estaba prohibido por el régimen franquista.

Esta extraña y atípica película, a pesar de la popularidad del llamado “morrosko” (otro peculiar alias de Urtain), fue un nuevo fracaso económico, no llegando al medio millón de espectadores, por lo que Summers tendrá, de nuevo, que cambiar de registro.

Ilustración: Cartel de No somos de piedra (1968), dirigida por Manuel Summers.

Próximo capítulo: “Una película de Summers”: análisis del cine dirigido por Manuel Summers. 1971/1979 (IV)