Enrique Colmena

[Sugerimos la lectura previa de las anteriores entregas de esta serie de artículos, pulsando en estos enlaces: I, II, III, IV.

Así mismo, el lector interesado en el cineasta sevillano puede también consultar en Criticalia el artículo titulado Manuel Summers: bajo el disfraz del francotirador insolidario, del que es autor el catedrático Rafael Utrera Macías.]


A principios de los años ochenta varios directores españoles de primera línea coincidieron en, cada uno por su lado y sin previa connivencia, emprender lo que podríamos llamar la “aventura americana”. Lo cierto es que, en general, la experiencia resultó ser muy negativa: José Luis Borau con su Río abajo (1984) y Bigas Luna con su Renacer (1981) tuvieron todas las dificultades del mundo en sus respectivos rodajes, incluyendo graves problemas de financiación en sus producciones, y cuando se estrenaron no tuvieron tampoco apenas repercusión ni en público ni en crítica; Fernando Colomo, con La línea del cielo (1983), tampoco consiguió el favor del espectador ni del crítico, mientras que Manuel Summers, con esta Ángeles gordos (1981), sí concitó en general el interés de los especialistas pero no así el del público, que no se llegó a enterar de esta sensible, a la vez que a ratos cómica película romántica.

Ángeles gordos, como casi toda la filmografía summersiana, va de amor y de sexo, en este caso en las complicadas circunstancias de dos gordos, chico y chica, que se conocen a través de una revista de contactos por correspondencia. Mike y Mary, que así se llaman los obesos, viven en Nueva York y Miami, y carecen de una vida afectiva digna de tal nombre. Cuando se intercambian fotos enviando respectivamente las de dos amigos de cuerpos diez, el enredo estará servido...

La película es una historia romántica de corte epistolar en la que los que pretenden ser amantes se mienten mutuamente en su correspondencia postal para ocultar sus adiposidades, una película trufada de amor, pero también, y sobre todo, de miedo a no gustar, en lo que supondrá una de las cumbres del cine summersiano, un film sensible, distinto, que marcaba un posible nuevo itinerario para el cine del sevillano. Tiene Ángeles gordos el candor del cuento de hadas: los rollizos que querían amar y ser amados habrán de pasar un calvario por no confiar ni en sí mismos ni en el buen criterio del otro. Con reminiscencias del Cyrano, con amantes interpuestos que actúan al dictado de los protagonistas, el film es también una muy interesante reflexión sobre la apariencia física y la necesidad de aceptarse como se es. Rodada con la habitual sagacidad de Summers, está salpicada de toques humorísticos, como casi todo el cine del cineasta sevillano, un humor andaluz en la ciudad de los rascacielos, que, ciertamente, no desentona, confirmando que la comicidad no sabe de fronteras ni de culturas. Hermoso film, estimulante en su visión de la gordura como un estado del ser humano en el que también se quiere, se necesita, se precisa amar y ser amado.

Pero la inesperada inoportunidad de su fecha de estreno, el 20 de febrero de 1981, solo tres días antes del fallido golpe de estado de Tejero, echó por tierra la taquilla; y es que los españoles no estaban en esos momentos precisamente para ir al cine... El fracaso comercial de este empeño (no llegó a los 350.000 espectadores), costoso por haberse ejecutado en el otro lado del charco, con un equipo técnico y artístico mayoritariamente norteamericano, supuso un duro golpe para Summers, que se vio obligado, como ya le había ocurrido en otras ocasiones, a volver a un cine más comercial, más fácil de rentabilizar en taquilla.

Será entonces el momento, en 1982, de To er mundo e güeno. La fórmula era conocida, porque en los años sesenta Televisión Española había emitido ya un programa titulado Objetivo indiscreto, en el que, con una cámara oculta y una serie de colaboradores (entre ellos un impagable Simón Cabido) que ejercían de “ganchos”, se colocaba a personas de la calle en situaciones absurdas; la película de Summers, con ese mismo esquema, funcionó muy bien en su humor más bien elemental, ciertamente pedestre, basado en esa comicidad que surge de enfrentar a gente corriente con cosas inusitadas y surrealistas, como la famosa escena del león en el urinario público.

Al comienzo aparece en pantalla el propio Summers hablando a cámara, diciendo que “to er mundo e güeno menos yo y una panda de entrañables gamberros amigos míos, que me han ayudado mucho para demostrar eso, que todo el mundo es bueno”. Summers sigue diciendo que esta es una cacería, las víctimas son la gente corriente, planteamos situaciones surrealistas y filmamos con cámara oculta... El cineasta sevillano culmina esta introducción jurando solemnemente sobre la Biblia que en todo lo que se ve no hay trampa ni cartón...

En el film se suceden los gags, comenzando con el de la cabina telefónica a la que se le acorta el cable para que el enano Enrique, “gancho” de Summers, pueda pedir a los desprevenidos viandantes que lo aúpen para poder llamar por teléfono; como este se irán sucediendo los gags, algunos más afortunados que otros, aunque lo cierto es que, algo más de 40 años después, la película ha envejecido mal, con escenas reiterativas y en las que es posible que en su momento movieran a la risa, pero que hoy por hoy apenas lo consiguen. Queda también la duda de si Summers y los suyos se ríen “de” la gente o “con” la gente, lo que no es precisamente lo mismo, aparte de que algunos gags, como el del hombre injustamente acusado por una mujer y un policía de haberla agredido sexualmente, parece de muy mal gusto, suponiendo una muy cuestionable banalización de la violación; eso aparte de que el mal rato que le hacen pasar a este pobre diablo no tiene nombre...

Este tono bastante elemental confirma que, como es sabido, siempre es fácil contentar a públicos poco formados, a los que evidentemente iba dirigido este endeble producto, sin mucho más recorrido. Por otra parte, algunos gags están demasiado alargados, como el del capitán dirigiendo el barco desde tierra junto a un pobre infeliz, en el que ese supuesto oficial naval, que se llama a sí mismo “capitán Rivero” (Rivero era el segundo apellido de Summers), lo interpreta el propio Manuel.

To er mundo e güeno fue una película barata, cuya notable repercusión taquillera (con más de 1,3 millones de espectadores) movió a Summers a repetir la jugada hasta dos veces más, en 1983 con el título de To er mundo e mejó, y en 1984 con el título de To er mundo e demasiao; sin embargo, la taquilla fue decreciendo a ojos vistas (en torno a 650.000 y 270.000 espectadores, respectivamente)  y pronto fue evidente que ese venero ya estaba agostado.

Entre medias, Summers intenta otro camino, en este caso dentro del terreno de la parodia religiosa, fórmula que en el cine mundial años atrás, en 1979, había conseguido un resonante éxito con La vida de Brian, de los Monty Python, que se convertiría en un clásico en su género. No está muy lejana esa fórmula de La Biblia en pasta, rodada en 1984 por Summers, una sátira sobre algunas de las historias más conocidas del Antiguo Testamento, como la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, el asesinato de Abel por Caín, o el arca de Noé. Summers utilizó además del humor paródico, el anacrónico, jugando con el choque entre las imágenes de época y los temas de la España del siglo XX; también tiró con frecuencia de la sátira de clásicos del cine, remedando por ejemplo la famosa escena de los monos y el hueso de 2001, una Odisea del Espacio, o la no menos popular escena de la boga de los remeros esclavos en la galera de Ben-Hur, además de tomar directamente escenas de clásicos Disney como Bambi y Dumbo que convenían, sobre todo, al segmento dedicado a Noé y el Diluvio Universal.  

Hay también, dentro de ese tono “políticamente incorrecto” que caracterizó siempre a Summers (aunque en aquella época no se había acuñado aún el término), curiosidades tales como que el demonio que tienta a Eva hable con un marcadisimo acento catalán (y eso que aún no se tenía ni idea de lo que iba a ser eso del procés...). En esa misma línea habría que incluir el episodio de Caín y Abel, apareciendo este último (un impagable Alberto de Gregorio, que compuso sandungueramente casi todos los personajes gais del cine de Summers) con toda la pluma desplegada al viento, en un ejemplo palmario del llamado “humor de mariquitas” que, ciertamente, era habitual en esa época impregnada de una generalizada homofobia ambiental, pero que hoy sería –afortunadamente...- totalmente inviable. Eso por no hablar de ese humor ácrata, nihilista y conceptualmente brutal de la escena en la que las ovejas de Abel, tras su asesinato a manos de su hermano, se dedican a rezar las letanías, con sus correspondientes “ora pro nobis”...

No hay, en puridad, mucha voluntad de estilo, sino simplemente la intención de contar la película y echarse unas risas, aunque es cierto que está trufada de la vertiginosa creatividad summersiana, que no da tregua. De hecho, podría hablarse de una cierta vocación de voluntario cutrerío, como si ello (y la multitud de personajes “friquis” que la pueblan) colaboraran también en el tono humorístico que es su intencionalidad principal.  Como experiencia la película sí que fue novedosa: la Biblia tomada a chacota (aunque realmente sin mofarse de lo esencial, de Dios) no se había hecho en cine comercial, ni en España ni fuera.

Lamentablemente, este costeado empeño, con gran número de figurantes, maquetas, transparencias, etcétera, tampoco funciona bien en taquilla, con algo más de 900.000 espectadores, abortando una segunda parte (que se debía titular “La Biblia en verso”) que se anunciaba en su final pero nunca se llegó a rodar.

Ilustración: Cartel de La Biblia en pasta (1984), de Manuel Summers.

Próximo capítulo: “Una película de Summers”: análisis del cine dirigido por Manuel Summers. 1986/1991 (VI)