Rafael Utrera Macías

Juan Antonio Bermúdez es extremeño de nacimiento (Jerez de los Caballeros. Badajoz. 1970) y sevillano de adopción. Los estudios universitarios en la Facultad de Ciencias de la Información le situaron en el espacio adecuado donde dar rienda suelta a su vocación y procurarle los caminos oportunos para ejercer la profesión; profesión que, en este caso, está más allá del ejercicio al uso por cuanto se amplía a otras ejecutorias muy diversas donde no es una excepción la creación poética.

La vocación cinematográfica de Bermúdez, en su modalidad de espectador cualificado, junto a su sensibilidad para comunicar con palabras aquello que le motiva desde la pantalla, ha dado como resultado un volumen titulado “Sesión continua en el salón indien”, término éste en alusión al local parisino donde los hermanos Lumière ofrecieron la sesión inaugural de su histórico cinematógrafo.

Editado por la editorial “De la luna libros” (Mérida. Badajoz. 2015), se incluye en la colección “Luna de Poniente. Poesía”, conformada por tantos títulos como caben, desde la A a la Z, en el abecedario de la lengua castellana; el poemario que suscita nuestra atención ocupa el lugar correspondiente a la X; es evidente que la letra nada tiene que ver, en este caso, con ninguna tipología cinematográfica ni tampoco con la nomenclatura utilizada en los sillones académicos. Entre otros, son autores de la misma José A. Ramírez Lozano, Antonio Gómez, José A. Zambrano, Santiago Castelo y Pablo Guerrero. La temática cinematográfica aportada por Juan Antonio Bermúdez está rodeada de variada materia poética donde los escritores, de común nacimiento extremeño, dan a la luz sus muy diversas inquietudes modeladas, ya en formaciones de versos libres, ya en estrofas de métrica precisa.

El conjunto de poemas de “Sesión continua en el salón indien” está agrupado en cinco bloques cuyos títulos se refieren tanto a elementos temporales como espaciales; los primeros responden a las diversas sesiones que las salas cinematográficas suelen ofrecer: matinal, vespertina, nocturna, golfa y continua; los segundos hacen referencia a distintos locales que, en unos casos se vinculan a la biografía del poeta y, en otros, a su experiencia como espectador de este arte; así, “Balboa” es el cine relacionado con su infancia y adolescencia, situado en su ciudad de nacimiento, mientras que “Rialto” es la sala sevillana donde el entonces joven universitario consumió innumerables proyecciones, a veces como único espectador. Las restantes sesiones se vinculan a salones históricos, como el ya citado del bulevar parisino, además de incluir al berlinés “Atrium Beba-Palast”, visible en la histórica Sinfonía de una gran ciudad, y al romano Nuevo-Sacher, relacionado con la filmografía del italiano Nanni Moretti; en estos casos, lugares unidos a personales querencias situadas en el ámbito de su experiencia cinematográfica.


De Val del Omar a Virginia Woolf

Antes de referirnos a la materia poética propiamente dicha, es preciso aludir a la página introductoria compuesta por cuatro citas que, a nuestro parecer, permiten situar adecuadamente las preferencias de este experto espectador en el ámbito de sus intereses culturales; estos pilares sustentan el poemario que viene a continuación. Los textos citados pertenecen a los cineastas José Val del Omar y Yasujiro Ozu y a los escritores Virginia Woolf y Antonio Martínez Sarrión. Bermúdez no especifica ni obras ni años; por ello, haremos una mayor referencia a tales fragmentos dado que precisan mejor los parámetros en los que se asienta la cosmovisión poético-cinematográfica del extremeño.

Del cineasta granadino, elige la aseveración “toda mirada es táctil”; del japonés, el “aspecto transitorio, evanescente” de la película; de la escritora londinense menciona que, acaso, “se olviden del cine” los filósofos que preconizaban el final de la civilización; del poeta albaceteño, selecciona un verso, “y los ojos ardiendo como faros”, suficiente para cerrar estos cuatro puntos cardinales tan definidores de sus gustos como orientadores de sus preferencias.

Del andaluz José Val del Omar, autor de Agua-espejo granadino, se toma la cita del poema “Respiro en Nueva York”, perteneciente al libro “Tientos de erótica celeste”. Esa mirada “tactil” (sic en el original) no es una sinestesia de exclusiva aplicación retórica sino estudiada aplicación que, en su opinión, debe manejar el artista valiéndose de un sistema de iluminación de variados ritmos, intensidades y colores, según comunicación del cineasta, en 1955, a la Unesco. Las preocupaciones valdelomarianas están instaladas en los aledaños de la mística, la poética y la filosofía y están referidas al espacio-tiempo, al movimiento y a la relación luz y color. A Yasujiro Ozu, el autor de Cuentos de Tokio y El sabor del saque, le atrae la apariencia “evanescente” de la película, acaso porque la esencia de su cine se caracterice por su reticencia al sonido, por preferir la cámara estática y ofrecer, preferentemente, el punto de vista de la persona sentada sobre una alfombra.

La referencia elegida por Bermúdez de la escritora Virginia Woolf pertenece a un artículo, publicado en 1926, es decir, en las postrimerías del cine mudo, donde se establecen relaciones entre el ojo y el cerebro y de qué modo perverso funciona tal relación al servirse el cine de la literatura. Sin embargo, el nuevo arte puede aportar, posiblemente, un resto de emoción plástica cuando se produzca la unión de color, sonido y movimiento capaces de captar cierto tipo de belleza desconocida e inesperada. Por último, el verso que cierra las citas antedichas pertenece al poema “El cine de los sábados”, de Antonio Martínez Sarrión, incluido en su libro “Teatro de operaciones” (1967), personal recreación de sesión o sesiones cinematográficas donde populares e inalcanzables actrices deslumbraron al novicio espectador, en cuya “desabrida y fría” cena familiar, los ojos ardían “como faros”.

Las anotaciones que ofrecemos sobre estas cuatro referencias orientan sobre las preferencias cinematográficas de un poeta, al tiempo que señalan hacia dónde enfoca su personal visor: una rigurosa y propia selección de películas donde las características fílmicas son prioritarias pero no las únicas a tener en cuenta; la estética de la obra siempre será preferible si se deja acompañar por la práctica de una ética benefactora de la humanidad o se ubique en el entorno de la que, valderomanianamente hablando, conforma una a-projimación. La filmografía contenida en el poemario abarca una veintena de poemas ubicados en los distintos apartados ya señalados; en todos ellos, precede al texto poético la frase “A partir de…” seguido del título y director que estimulan la creación literaria.


Una filmografía poética

Esos títulos, inspiradores de los versos adjuntos, con su correspondiente autor y cronología, son los siguientes: El globo rojo (A. Lamorisse. 1956), Mi tío (J. Tati. 1958), Los mocosos (F. Truffaut. 1959), Milagro en Milán (V. de Sica. 1952), M, el vampiro de Dusseldorf (F. Lang. 1931), Y el mundo marcha ( K. Vidor. 1928), La mano (J. Trnka. 1928), El programa (T. Angelopoulos. 1968), Listen to Britain (H. Jennings / S. McAllister. 1942), El largo viaje hacia la ira (L. Soler. 1969), Tiempos modernos (Ch. Chaplin. 1935), Abril (O. Iosseliani. 1961), Sombras (J. Cassavetes. 1959), Querido diario (N. Moretti. 1993), Jonás, que cumplirá 25 en el año 2000 (A. Tanner. 1975), L´Atalante (J. Vigo. 1934), At Land (M. Deren. 1944).

Los títulos de los poemas obedecen a causas variadas: la consideración que suscitan los hechos significativos de la película (“Lo visible y lo invisible”), la conclusión a la que se llega, convertida en verso final (“Que la vida iba en serio”), combinando nombre de estrofa con factor argumental (“Romance del largo viaje”), seleccionando el nombre propio del título (“Jonás”), el fragmento de verso erigido en título de poema (“La misma, la única”) o, en el largo texto que cierra el libro, la apreciación “Todo es juego” se amplía con una explicación, “Apuntes para una historia del cine sin mayúsculas”, la cual prepara al lector/espectador para viajar por las distintas etapas de un arte joven que, en menos de un siglo, ha visto modificado sucesivamente su estatuto tecnológico.


Poemas

El globo como metáfora de ilusiones infantiles es sujeto activo en “Lo visible y lo invisible” y en “El globo entre los cables del telégrafo”; en el film de Lamorisse es “aire sin cuerdas, vivo / en la abrupta ciudad de los tranvías” donde el niño le sigue, embelesado, capaz de ver en él “todo lo visible y lo invisible”; muy al contrario, en el poema inspirado por la película de Fritz Lang, más exactamente, por sus primeras secuencias, la madre espera, desespera, sospecha que “la muerte está en pequeños abandonos”; en tanto, ese cruel y sádico vampiro callejero sabe bien que la víctima ya es suya; mientras, los cables del telégrafo…

El adolescente francés es sujeto activo en las películas Mi tío y Les Mistons (Los mocosos) al igual que en “Hulot, querido tío” y “Que la vida iba en serio”. En la primera, la voz del muchacho repasa esa vida geométrica que la sociedad se empeña en construir para obligarnos a vivir anodinos y perplejos; ”Las ciudades se calcan,/ el cemento uniforma los distritos,/ cada vez es más caro/ ver estrellas”; sin embargo, la esperanza renace en un final donde el sobrino advierte al “desgarbado” tío que, por gente como él, “no todo/ está perdido”. El cortometraje de Truffaut tiene por personajes a esos juguetones adolescentes que “compartían … la camaradería de los locos” y cuyo objetivo principal era sorprender a los jóvenes enamorados (Bernardette Laffont y Gérard Blain) para chafarles el beso (PINCHE AQUÍIacute;). En el film, croquis de su futura filmografía, sus personajes “aprendieron al fin de aquel verano/ que la vida iba en serio”.

Algunos poemas ponen en evidencia la rabia contenida del poeta ante situaciones sociales irremediables, ¿irremediables?, que, mostradas en la pantalla, buscan su correspondiente correlato en el poema; en algunos casos, la conformación del verso, las palabras estructuradas convenientemente, parecen venir de veneros poéticos que suenan a la primera poesía cinematográfica de Rafael Alberti o a la conquistada por Manuel Pacheco, el paisano pacense de Bermúdez, en aquellos poemas donde el cine de relaciones humanas quedaba marcado por el fracaso, la injusticia, la incomunicación, aunque amparadas por quien defendía la libertad y la dignidad de todo ser humano. Son esos versos rabiosamente sociales que el autor de “Sesión continua en el salón indien” arranca tras la visión (o el recuerdo) de Milagro en Milán y encadena, en repetidísima anáfora, las crueles situaciones existentes: “Hay negocios que traman el dolor…/ Hay sombreros de copa de cicuta../ Y hay ángeles mendigos…/ Hay dignas avenidas de latón/ con algebraicos rótulos de tiza…/ Hay escobas y escobas voladoras”.

Al igual que en el film Y el mundo marcha, de King Vidor (y no de George Cukor, como se dice) el poeta titula con interrogación bañada de escepticismo “¿Y el mundo marcha?”, una vez que parece haberse metido por la ventana de ese descomunal edificio de la gran ciudad donde, en una de las más inmensas oficinas presentadas por el cine, una multitud de empleados “…cuadriculan/ la tierra de las oportunidades/ para que todo rente al capital…/ (…) fichan cada jornada,/ en aluvión/ su risa o su disgusto en rascacielos”. El rutinario ritmo de su vida, laboral y doméstica, lo describe el poeta poniéndole, al final, un par de versos: “Concilian su cansancio y la sospecha/ de una vida más suya. Luego, roncan”.

El octosílabo se hace fuerte en el poema “Romance del largo viaje”, escrito “a partir de” un legendario film independiente de Lorenzo Soler, cuando todavía el franquismo cabalgaba a su aire y el cine escapaba, si podía, de la censura y el control. Emigrantes forzosos, como en Surcos, de Nieves Conde, o en La piel quemada, de Forn, donde charnegos y otras variantes de trabajadores foráneos se definen a sí mismos en este comprometido romance como “Somos nosotros, aquellos/ de las forzosas maletas/ amarradas con las guitas/ del hambre y de la miseria/ (…) Somos los que levantaron/ chamizos en las cunetas,/ a orilla de las ciudades/ que nos cerraban las puertas”.

Como en los buenos tiempos de la Generación del 27, Bermúdez rescata al Charlot de Tiempos modernos al elegir una secuencia histórica donde el hombre del hongo y el junquillo canta y baila una canción, “Charabia”, de letra improvisada, por pérdida del original escrito en la manga de su camisa. Palabras de diferentes lenguas, construcciones desordenadas y sin sentido, conforman un texto “gibberish” al que el “cantante” saca un inmenso partido con su personalísima invención (“Je le tu le tu le twaa”) y acostumbrada gesticulación (PINCHE AQUÍIacute;). En esta otra “Charabia” poética, se parte de una genérica conceptualización para acudir después a las sufridas aventuras charlotianas donde “un torpe cantante sin memoria” aguanta los compases y acaba “mezclando los idiomas”. Como nada humano nos es ajeno, la salida del personaje ante su fatalidad, es aplicable a “nosotros…/ sin poder anotarnos en el puño/ la letra de la vida”.

Frente a universales fragmentos, como la “Charabia” comentada, nuestro poeta, dando muestras de buen catador cinéfilo, trae a los ojos del lector unos versos que remiten a imágenes plásticas de sorprendente belleza procedentes del cortometraje At land, un poema visual de Maya Deren (PINCHE AQUÍIacute;) que se adscribe a cierto cine de corte surrealista practicado en Estados Unidos en la década de los cuarenta. “La misma, la única” es una evocación de esos rostros, uno y varios, en el mar, en la mesa, en la duna, donde la palabra es prescindible para un juego que funde lo real y lo surreal. El poema se engalana con una enumeración que pasa revista a cuantas mujeres son, “Una... otra... otra... otra...” para resolver que esa primera, “la misma, la única” del título “...cae/ en los brazos dormidos de la melancolía, /recobra poco a poco la memoria del tacto/”.


Todo es juego, poema final

No faltan otros variados textos cuya fuente de inspiración se encuentra en el cine de Iosseliani y Casavettes, en las películas de Moretti y Tanner, en la filmografía de Vigo y Angelopoulos, pero el gran y largo poema que cierra el libro proviene de esa historia particular del cine que pertenece al ámbito personal y propio, sentido como vivencia interior, más allá de ortodoxas denominaciones, de caprichosas nomenclaturas, de taxonomías horneadas en el arbitrario decir de eruditos, profesores, críticos. Aquí está esa encadenada serie de secuencias como representativa del poso de su cultura cinematográfica; aquí está, sin nombrar a cineastas, sin precisar títulos de sus obras, este “Todo es juego”, compuesto en estrofas de seis versos conformadas por endecasílabos blancos.

Observará el lector que la primera estrofa sólo ofrece dos versos (“Alguien mira una sombra y ve otra vida/ posible, simulada y sin embargo…”) mientras que la última se compone de cuatro (“Todo cabe en el juego, todo es juego”…) donde el verso final (“posible, simulada y sin embargo…") es la repetición del segundo. Como se ve, principio y final forman una unidad estrófica pero, dividida de este modo, incorpora entre ambas el resto del poema. Se produce así una especie de “sin fin” valdelomariano, donde el final forma parte del principio y éste de aquel.

Las más de treinta estrofas engarzadas en el poema van dando cuenta de la ilusión de movimiento percibida por el hombre desde el comienzo de los tiempos, pasando por diversos inventos, físicos y químicos, hasta llegar al estado actual de la cinematografía. Desde la caverna de Platón se inicia un recorrido histórico compuesto por muy diversas etapas donde “el vidrio que altera y multiplica (…) la quimérica química (…) el prodigioso parto de la luz / entre vapores de laboratorio…” acabará en “sótano elegante” y donde aquellos hermanos “abren en la pared un nuevo mundo”; luego, en “competencia de pulgas y barbudas”, pretendido “negocio de barraca y pabellón”, dará paso a “eléctricos hoteles, diablos negros,/ intrépidos cohetes que se posan/ en los ojos abiertos de la luna”. Y en posteriores tiempos, ya sea en el viejo continente todavía, o en el nuevo, irán apareciendo, “ciencia de la omnisciencia y de la elipsis”, “bellos dioses de cuché”, “los vaqueros, los indios, los centauros”, “la risa, su bastón y su bigote”. Además, un sin fin de signos, ya iconos universales, recordarán “la escalera” de El acorazado Potenkim, “la navaja” de Un perro andaluz, el “hipnótico negro pigmentado” de El cantor de jazz.

Y así, el poeta irá pasando lista a secuencias capitales sacadas del neorrealismo, de las nuevas olas, de los cines militantes, de surrealismos tardíos y, sin embargo, brillantes, donde pueden aparecer tanto aquellas neorrealistas “escobas voladoras” como la godardiana cuestión del “travelin moral”. Y, luego, el tiburón que “acecha la galaxia” convivirá con “feroces dinosaurios” o con “alfombras digitales”; y, como todo cabe en el juego, “la aventura acelera sus partículas/ en las tres dimensiones de unas gafas”. En fin, es “la memoria/ de un frenético siglo de avatares”.


Métrica

Por lo que respecta a la métrica, parece haber una cierta preferencia por los versos heptasílabos y endecasílabos sin que deban formar una precisa estrofa (“Que la vida iba en serio”); del mismo modo, encontramos versos blancos, de contadas sílabas aunque sin rima obligada; además, un pie quebrado, con verso de cuatro sílabas puede acompañar a los habituales de 7 y 11, lo que dinamiza y, al tiempo, renueva cierta estructura prefijada (“Hulot, querido tío”). Se diría que, en alguna ocasión, el ritmo del poema, independientemente de su estructura métrica, tiende a imitar la cadencia de la secuencia o secuencias que, desde la pantalla, incitan al poeta a resolver sus versos de este modo (“La misma, la única”; “Todo es juego”). Y los tradicionales catorce versos endecasílabos del soneto, se asoman sin rima, para dar cuenta de ese globo que estaba “entre los cables del telégrafo”.


Sin fin

Este libro de poemas de Juan Antonio Bermúdez combina amplia formación cinematográfica con demostrada capacidad poética.

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