Los Monty Python (Terry Jones, Terry Gilliam, Michael Palin, Eric Idle, John Cleese y Graham Chapman) revolucionaron el cine de comedia en el decenio que va de mediados de los años setenta a mediados de los ochenta (del siglo XX, se entiende). De sus películas se recuerda, sobre todo, La vida de Brian (1979), una desprejuiciada y muy divertida parodia de la vida de Cristo. Terry Jones la dirigió, y convirtió el filme en el epítome del cine montypithoniano, que nunca más llegó a brillar a igual altura, aunque el grupo se empeñó en envites de mayor fuste intelectual, como El sentido de la vida (1983), que fue también su canto del cisne.
Los Python se disgregaron, aunque siguieron colaborando juntos, de forma parcial, en distintos proyectos, desde Servicios muy personales (1987), del propio Jones, a Un pez llamado Wanda (1988), de Charles Crichton, con John Cleese como alma mater que también hizo y deshizo en la realización, aunque sin figurar como tal en los créditos.
Terry Jones, tras la disgregación del grupo, se ha mantenido como prolífico guionista de comedias y documentales para televisión, y como director apenas ha hecho alguna cosa relevante. Ahora vuelve, parece que con ganas, con esta disparatada comedia en clave de ciencia ficción, que combina elementos de la saga iniciada por Men in black (1997) con evidentes connotaciones con la también serie que se inició con Mira quien habla (1989), con perro locuaz y sandunguero, por no citar las obvias concomitancias con el díptico Como Dios (2003) y Sigo como Dios (2007).
Un profesor de mediana edad en el Londres hodierno: sufre como puede a una clase insoportable (perdón por la redundancia…), al director del colegio que le acosa por sus continuas demoras e incompetencias, y está secretamente enamorado de la vecinita de la puerta de al lado. Muy lejos, al confín del universo, llega la sonda Voyager, que lleva mensajes de paz de los habitantes de la Tierra. Una civilización extraterrestre de poderes taumatúrgicos decide poner a prueba a los terrícolas: durante unos días conferirá a uno de ellos, seleccionado aleatoriamente, el poder de hacer cualquier cosa que ordene. Nuestro pánfilo profesor será el agraciado, y a partir de entonces todo se liará considerablemente…
Lo cierto es que Terry Jones, como director y guionista (en esta última faceta junto con Gavin Scott), no se puede decir que haya estado afortunado. El filme es, literalmente, una marcianada, que intenta jugar a la omnipotencia y la omnisciencia en clave de parodia, pero que sólo consigue producir alguna sonrisa esporádica, que es lo peor que le puede pasar a una comedia. Porque las situaciones son previsibles, la narrativa es chata y los diálogos pueriles, sin chispa. Sólo a ráfagas hay algo de cine en Absolutamente todo, y sólo a ratos se consigue una cierta complicidad con el espectador.
El conjunto nos hace sentir una terrible nostalgia de aquellos jóvenes airados que conformaron Monty Python, aquí ya ancianos, reunidos (menos Graham Chapman, que pasó a mejor vida hace varias décadas) para reírse un rato como el consejo de los alienígenas que tienen que decidir si destruyen, o no, la Tierra, por mor de cómo use el conferido poder omnímodo uno de sus componentes (y no precisamente el más espabilado…). Los Python pertenecen al mundo de hace tres decenios, y patéticos intentos como éste de Jones con sus antiguos colegas, me temo, no van a devolverlos a la palestra.
Simon Pegg, el protagonista, es un cómico de cierta popularidad en el Reino Unido, habiendo conseguido notoriedad con papeles secundarios en blockbusters como Mission: Impossible III (2006) y Misión Imposible: Nación Secreta (2015), o los reboots Star Trek (2009) y Star Trek: En la oscuridad (2013). Es un actor con tendencia al histrionismo, y aquí da rienda suelta a su evidente capacidad de gesticulación; si bien es verdad que el papel pedía cierto exceso en la composición, nos parece que se ha pasado tres pueblos. A su lado, Kate Beckinsale pone su palmito y poco más, porque lo cierto es que apenas le han dado papel, es un rol vacío que sólo sirve de contrapeso para que Pegg haga sus gracietas.
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