La filmografía de Alan Rudolph parece estar marcada por la presencia (o su ausencia) de actores que sirven como vehículos para contarnos sus historias; sus películas están con frecuencia entre lo sublime y lo ridículo, dependiendo entonces de la sustancia del guión y, sobre todo, de la capacidad de sus intérpretes para conferir vida a sus casi siempre inverosímiles personajes. Rudolph tiene en Keith Carradine a su actor-talismán, y en actrices como Genevieve Bujold, Geraldine Chaplin y Lesley Ann Warren las mejores bazas de películas como Elígeme, Inquietudes o Los modernos. Pero cuando prescinde de su cuadro de actores en beneficio de otros, el esquelético edificio de sus filmes se derrumba. Ya ocurría en Hecho en el cielo, donde una historia romántica llegaba a tal punto de exacerbación que los solventes protagonistas, Timothy Hutton y Kelly McGillis, a duras penas conseguían salvar la cara de la más espantosa cursilada.
Amor perseguido es peor; no sólo porque Rudolph haya contado con actores inhabituales en su cine, sino sobre todo porque el guión es un pastiche de clásicos del cine negro, mezclados con su anteriores películas, de nuevo con las carambolas y el azar como elementos determinantes, pero además ahora en una historia particularmente boba. Un detective es contratado por una glamourosa mujer para descubrir la infidelidad de su novio, un gánster, cruce entre Travolta y Capone. Pero le da tan pocos datos que el sabueso se equivoca de hombre, siguiendo a un supuesto respetable ciudadano que resulta llevar una doble vida de bigamia.
No parece sino que Rudolph se hubiera endiosado a raíz del éxito de sus anteriores películas, hasta el punto de no darse cuenta de que esta vez sus personajes carecen de entidad, la historia hace aguas por todos lados y nada de lo que nos cuenta nos merece interés. Mención aparte para los actores, con un basto (y vasto, como estirado a lo ancho) Tom Berenger, que es la antítesis del cine estilizado y cosmopolita de Rudolph; una Anne Archer que estereotipa el papel de vampiresa que nunca nos llegamos a creer; y Elizabeth Perkins, muñequita linda pero irremediablemente sosa.
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