Con un comienzo algo bostezante, esta metáfora sobre la Inglaterra victoriana, vista a través de la descomposición de una distinguida familia de la época, va ganando en espesor y densidad conforme avanza el relato, conforme va ganando en oscuridad lo que primeramente parecía un filme a la manera de James Ivory, un suntuoso y empolvado drama.
Pero Philip Haas lleva su historia por otro camino, deteniéndose en las comparaciones entre los insectos en los que es experto el advenedizo protagonista (colado de rondón al casarse, sinceramente enamorado, de una hija de la familia, que esconde un turbulento secreto) y los componentes del clan, los supuestos ángeles del título, que devienen seres bastante menos seráficos. Hay una crítica de fondo que no sólo alcanza a los miembros de la noble pero tan innoble familia (parásitos, o lascivos, o beodos, o todo a la vez), sino incluso al propio personaje central, al que se acusa solapadamente de desclasado.
Aunque hay cierta dispersión de temas, Ángeles e insectos va ganando en interés, y el retrato alegórico de una etapa de la historia británica que se caracterizó por un farisaico puritanismo que escondía lacerantes vergüenzas, resulta en su conjunto convincente y creíble.
A ello no es ajena la excelente interpretación, destacando el poco conocido Mark Rylance, que borda el personaje central, el de un hombre como gallo en corral ajeno que habrá de afrontar el difícil papel que le toca en suerte jugar, el de supuesto fecundador de una particularísima abeja reina.
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