El sueco Lasse Hallström sigue haciendo su cine tranquilo y liberal en Hollywood, donde la corriente izquierdista lo ha adoptado como uno de los suyos. Tras la serena defensa del aborto como mal menor que hacía en Las normas de la casa de la sidra o del derecho a la diferencia que cantaba en ¿A quién ama Gilbert Grape?, la emprende ahora contra la intolerancia religiosa y de costumbres en esta Chocolat de apetitosas imágenes, una fábula liberal y levemente licenciosa, una invocación al "carpe diem" y a cuanto de maravilloso tiene la vida.
Lírica con frecuencia, con tono de cuento de hadas casi siempre, sin embargo la nueva cinta de Hallström adolece de cierta falta de fuerza y le perjudica un maniqueísmo que para nada aparecían en sus otros manifiestos progresistas. Aquí el malo es un gazmoño conde de religiosidad integrista y pulsiones redimidas, y los buenos son tan encantadores que terminan resultando cargantes.
Y eso que la protagonista, una suerte de bruja positiva que lleva su magia en forma de cacao por donde quiera que va, aunque esté condenada por un hechizo familiar a vagar eternamente con su hija, resulta uno de esos personajes singulares que el cine, de vez en cuando, nos ofrece, en este caso excelentemente servido por una Juliette Binoche que, por una vez, se olvida de sus papeles torturados para sonreír, fascinar y seducir a todo un pueblo de carcamales en su magín.
No sería justo, sin embargo, dejar de reconocer que el mensaje bienintencionado de Chocolat cala en el público, y eso es bueno: no corren vientos favorables para las ideas abiertas, la comprensión al extranjero y el pensamiento a contracorriente. Ésa es la mejor baza de esta fábula sentimental que puede verse también como una versión inversa del cuento de Blancanieves, en la que la reina bruja termina comiendo la manzana y, ¡oh, cielos!, en vez de morirse, revive.
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