El enorme éxito popular y económico de Agente 007 contra el Dr. No (1962), que costó 1 millón de dólares y recaudó 43 millones en todo el mundo (fuente: IMDb), dio alas a la continuación de la saga de James Bond, que se convertiría, con el tiempo, en la franquicia más longeva de la historia del cine, con 62 años de existencia (a la fecha en la que se escriben estas líneas). La segunda película de la serie fue encargada también a Terence Young, un muy profesional director británico (aunque nacido accidentalmente en China), que le confirió a la saga (junto a otros notables artistas como el diseñador de producción Ken Adam y el creador de los míticos títulos de crédito, Maurice Binder) el “look” que ya sería consustancial al agente 007 con licencia para matar.
Esta segunda película de la franquicia se inicia con una escena nocturna en lo que parece un jardín privado: vemos a un personaje alto y de pelo muy rubio, que pronto identificamos como el malo (llamado Grant), que tiene un enfrentamiento con quien parece James Bond; Grant, con una especie de sofisticado alambre, estrangula al agente 007... que, obviamente, resulta no ser tal, sino alguien con una máscara similar al rostro de Bond. Es un simulacro para ver en cuánto tiempo Grant sería capaz de matar al agente doble cero... La acción se traslada al cuartel general de Spectra, la organización dedicada a hacer el mal sobre la Tierra y a lucrarse con ello; allí nos enteramos que la organización quiere robar una máquina de última generación a los soviéticos, un descifrador llamado Lector, quizá una paráfrasis del programa Enigma que los nazis utilizaron durante la Segunda Guerra Mundial para que sus comunicaciones militares no fueran desveladas por los aliados. Nos enteramos también de que la delegada de Spectra, la número 3 de la organización criminal (aunque por debajo del jefe supremo, llamado número 1, del que solo vemos sus manos, siempre acariciando a un gato blanco), es una antigua espía rusa, Rosa, que ha dejado la URSS para incorporarse a este ente criminal. Están preparando a Tatiana, una chica rusa, para servir de cebo a Bond, una chica que no sabe que ya no estaría a las órdenes de su país sino a las de Spectra. Entretanto, a la sede del MI6 llega la noticia de que una espía rusa, supuestamente por amor a Bond, está dispuesta a desertar, llevándose consigo el descifrador Lector; los gerifaltes del servicio secreto inglés sospechan que es una trampa, pero deciden que 007 se encuentre con la mujer para ver si es posible, de todas formas, hacerse con semejante artilugio, que les puede ser de suma utilidad...
Una de las peculiaridades que ya en este segundo capítulo tomará carta de naturaleza para el resto de la saga será su cosmopolitismo: las aventuras de Bond tendrán lugar en diversos países y ciudades de todo el mundo. Aquí, en concreto, la acción se desarrollará en lugares tales como Venecia, Estambul (con el Bósforo y la catedral de Santa Sofía como algunos de los escenarios más llamativos), Bulgaria o la entonces todavía existente Yugoslavia, además del Londres que es la base de Bond y del MI6. También en esos lugares veremos algunas escenas exóticas, como la del campamento gitano en Turquía, con las habituales peculiaridades folclóricas, más bien tópicas, atribuidas a las personas de esa etnia.
Lo cierto es que, aunque el “look” de la saga ya estaba plenamente establecido, y no ha habido variaciones sustanciales a lo largo de toda la franquicia, aquí se aprecia todavía un tono un tanto pedestre, poco estilizado, que se iría refinando paulatinamente con el paso de las sucesivas entregas de la serie; en este sentido, es una intriga molona pero no demasiado elaborada, un tanto elemental: las peripecias están poco curradas, son un tanto banales y, por supuesto, los personajes son más bien de cartón piedra, en especial los malos, un poco de opereta, sin pretenderlo.
Por otro lado, las escenas de acción son todavía un tanto cutres, aunque hay que reconocer que la lucha entre Bond y Grant en el compartimento del tren es de una brutalidad tremenda, una escena por supuesto milimétricamente coreografiada, pero de una espectacularidad poco habitual en la época, poco dada aún a esta violencia exacerbada que sí sería frecuente en productos de acción posteriores. En ese sentido, se puede decir que este segundo film de 007 marcó la senda que recorrería años más tarde el género de acción.
Ciertos rasgos de humor británico, irónico y flemático, y las habituales escenas románticas de 007 con la chica Bond de turno (para la ocasión Daniela Bianchi, una italiana haciendo de rusa...), y los también habituales gadgets aportados por ese genio que es “Q” (un híbrido entre el profesor Franz de Copenhague del TBO y el profesor Bacterio de Mortadelo y Filemón...), como ese maletín de cuero que es enteramente como una navaja suiza, con cartuchos, puñales y hasta un novedoso sistema de apertura que puede hacer que llores como una magdalena (por el gas lacrimógeno que suelta, claro...), completan un film que, sin ser excelso dentro de la saga, sí dio oportuna continuidad a un personaje ya en vías de convertirse en mítico, y que ha demostrado tener más vidas que el gato del número 1...
Sean Connery ya estaba aquí plenamente imbuido del personaje: Connery es Bond, no hace falta subrayarlo, como el axioma que es. Otros actores lo han servido bien, por supuesto, pero en el imaginario popular parece claro que, cuando se mienta a Bond, la imagen que viene a la mente es la de este fornido actor británico que, intuyendo que su rostro sería indisociable con el del agente secreto más famoso del mundo, intentó huir de él en cuanto pudo, aunque volvió recurrentemente a interpretarlo hasta en dos ocasiones. Bianchi, la chica Bond de turno, bien sin alharacas. Del resto nos quedamos con el asesino impasible que compone Robert Shaw, con un teñido de rubio refulgente más bien imposible, una docena de años antes de que el escualo más famoso de la Historia del Cine se lo zampara en Tiburón.
(27-04-2024)
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