A nuestro entender, hay dos formas de enfrentarse a la visión de este El callejón de las almas perdidas, costeado remake del film homónimo de 1947, dirigido por Edmund Goulding: habiendo visto la peli original, o sin haberla visto. En este último caso, malo, pero si se ha visto la película primigenia, peor, porque ciertamente no hay color...
La historia se inicia a finales de los años treinta (en un momento dado se dice que Hitler ha invadido Polonia, luego es 1939); Stan es un pobre diablo que llega a una feria y se interesa por lo que llaman “la bestia”, un supuesto ser entre humano y animal que constituye una de las “atracciones”, por decir algo, del cónclave de feriantes. De lengua zalamera y con facilidad para entablar relaciones, pronto se hace amigo de Zeena, que hace un número de adivinación ayudado por Pete, su marido, un alcohólico que posee un manual de códigos para hacer posible números de mentalistas; también se hace amigo de Molly, una joven que recibe descargas eléctricas de baja intensidad en otro de los números de la feria. Stan intuye las posibilidades que encierra el manual de códigos de mentalismo, y pronto se le pone a tiro la ocasión de conseguirlo, aunque sea de forma manifiestamente criminal...
Cabe imaginar qué le interesó a Guillermo del Toro, director, guionista y coproductor de este remake: la atmósfera intensamente malsana del original, su tono de misterio sobre embaucadores y mercachifles que, a lo mejor, pudieran tener algún viso de verdad, un film justamente de culto hecho en una época en la que este tipo de historias de perdedores absolutos no era precisamente lo más apreciado por el público de un país recién salido de haber ganado una guerra, lógicamente contentísimo de haberse conocido.
Pero Del Toro yerra, y yerra en varias ocasiones: la primera, en añadir 40 minutos más a la historia original, metraje excedente a todas luces sobrante; la segunda, en “hinchar” la primera parte para cargarse de razones con el final infeliz (distinto, por cierto, al original, que tiene un muy tibio “happy end”); la tercera, liarse con argumentos psicoanalíticos entre el protagonista y la doctora psicóloga, añadiendo elementos freudianos (ese padre que, al parecer, abusaba del pequeño Stan), que nada aportan a la historia y solo la enrarecen, pero no precisamente para bien; la cuarta, porque convierte el personaje de la doctora, que en el original era una mujer dueña de sí misma, dotada de fina inteligencia y perspicacia, y que sabe ver el talón de Aquiles de este medrador, de este arribista que en el fondo era Stan, en una “vampiresa” estereotipada, consiguiendo el milagro de que Cate Blanchett, a la que hasta ahora jamás habíamos visto estar mal en un papel, aquí lo esté, obligada a componer una mujer fatal tópica y de opereta, que se ve más falsa que Judas.
Con todo, por supuesto, la versión de Guillermo del Toro tiene la extraordinaria factura que solo el cine norteamericano de gran presupuesto se puede permitir: hermosa fotografía del danés Dan Laustsen, su operador de las últimas películas; intrigante banda sonora de Nathan Johnson, uno de los nuevos y ya reputados valores del “score” cinematográfico yanqui; un repartazo absolutamente entregado (aunque, como hemos visto con Blanchett, en un sentido equivocado), hasta el punto de que el protagonista, Bradley Cooper, también coproduce el film.
Y es una lástima, porque en algunos momentos se atisban puntos que parecía se iban a desarrollar, y no se hace, como una cierta sensación de misterio preternatural que se amaga en los supuestos trances de mentalismo. Pero el conjunto no termina de funcionar, en una película demasiado larga, que no parece acabar nunca, a pesar de lo cual es evidente su impecable factura formal, como ya hemos indicado, y que entendemos justifica la calificación otorgada.
A años luz de su anterior, y tan entonada La forma del agua (2017), queremos creer que esto es solo un tropezón de uno de nuestros gordos favoritos. Ojalá sea así...
(26-01-2022)
150'