Parece que Guillermo del Toro vuelve por sus fueros. Tras sus últimos empeños, que no resultaron ser especialmente interesantes, como es el caso de Pacific Rim (2013) (aunque en taquilla funcionó lo suficientemente bien como para que se haya hecho una secuela) o La cumbre escarlata (2015), que no convenció ni a la crítica ni al público, con La forma del agua nos parece que regresa en forma. Es, por supuesto, un rendido homenaje al clásico La mujer y el monstruo (1954), del gran Jack Arnold, por más que se haya hablado hasta la saciedad sobre su parecido con el corto holandés The space between us (2015), o de que el ser anfibio que coprotagoniza esta película es Abe Sapien, uno de los héroes creados por Mike Mignola dentro del universo Hellboy, que el propio Del Toro ha llevado a la pantalla en varias ocasiones.
Pero, sinceramente, me parece que La forma del agua tiene autonomía propia, más allá de puntuales parecidos (que efectivamente existen) y de semejanzas que sería tonto negar. Pero, por encima de esas similitudes, me quedo con la impresión de que lo que realmente ha querido hacer Del Toro es el homenaje que hemos citado con respecto a La mujer y el monstruo, sin que ello le quite de vista lo que realmente importa en cine, y es que la historia que se nos cuenta sea convincente (incluso con los ropajes del fantástico, como en este caso), que esté contada de tal forma que nos la creamos, por más inverosímil que pueda parecer, que consiga prender el interés del espectador y no lo suelte ya hasta el final. Y tiene más mérito aún teniendo en cuenta que, por supuesto, todos sabemos cómo va a terminar el film, aunque no lo destriparemos por si hay algún despistado.
Estados Unidos, hacia principios de los años sesenta, en esos años en los que el país todavía está muy satisfecho de haberse conocido; ha ganado la Segunda Guerra Mundial y el confiado ciudadano medio vive su mejor momento, o eso cree al menos. Aunque ya ha estallado el fenómeno Elvis, aún no ha revolucionado absolutamente a la juventud yanqui, y el movimiento hippie está todavía en mantillas. Lo que sí es omnipresente para el hombre de la calle es el Telón de Acero, los espías soviéticos y la paranoia anticomunista. En ese contexto, a un ultrasecreto laboratorio llega lo que llaman un “activo”, un elemento que resulta ser una especie de ser de forma humanoide, con branquias aunque puede vivir también (temporalmente) fuera del agua, recubierto de escamas y de gran tamaño, casi dos metros. Es un anfibio que Strickland, un agente del gobierno, ha capturado en Sudamérica y ha llevado a su país para investigarlo y ver de qué forma podría ayudar en su lucha contra los rusos. Elisa, una chica muda, pero no sorda, que se encarga de la limpieza en la sala donde está enclaustrado el que llaman monstruo, empezará a trabar relación con él, primero de forma muy pudorosa, después cada vez más cercana. Cuando la chica se entera de que las autoridades militares han decidido matar al anfibio para diseccionarlo y saber más de él, tendrá que tomar la decisión de su vida...
La forma del agua, lo diremos ya, nos parece la mejor película de Guillermo del Toro, incluso superior a la que hasta ahora reputábamos su obra más lograda, su iniciática Cronos (1993). Es una feliz mezcla de fantasía, aventura, mirada nostálgica hacia el pasado y lucha entre el Bien y el Mal, para el caso cuatro marginales, cuatro segregados del sistema (a saber: mujer y muda –doble discriminación--, mujer y negra –ídem--, varón homosexual --¡en los años sesenta!—y comunista –espía ruso que, sin embargo, antepone su deseo de conocimiento científico y su humanismo a su ideología--) como el Bien, y un WASP (blanco, anglosajón, protestante), funcionario del gobierno, supremacista, racista, machista, sádico, misógino, una "joyita", como el Mal. La América liberal contra la América retrógrada, en suma, en un pulso que, obviamente, está muy desequilibrado a favor de la segunda, con todo el poder de una administración que, como sabemos, con frecuencia actúa al dictado de su (odiosa) ideología, y no del interés general y no digamos con noción alguna de lo que es la compasión, la conmiseración o la piedad.
Elegantemente rodada, con un tono amable que, incluso en las escenas más duras, amortigua su filo acerado, el film resulta ser casi un cuento de hadas, con una princesa muda que en su imaginación será la reina de la fiesta en blanco y negro y con voz tonante como de Judy Garland, en un imposible musical del Hollywood clásico. Un tono feérico, entonces, en esta hermosa, melancólica, nostálgica aventura fantástica, con un guion bien cuadrado (aunque la facilidad que tiene la chica para sus contactos con el anfibio en el laboratorio sea poco creíble...), en el que multitud de detalles juegan papeles fundamentales: un humilde huevo pasado por agua (nunca mejor dicho...) será el primer punto de contacto entre Elisa y el anfibio; los dedos cortados y reinsertados del agente Strickland tendrán también su (brutal) protagonismo casi al final; la hoja del almanaque donde la chica apunta su agenda también jugará un papel importante, e incluso las cicatrices que la muchacha tiene desde joven en el cuello serán, a la postre, tan decisivas.
Los bellísimos créditos iniciales, con el modesto piso de la protagonista como si estuviera sumergido bajo el agua, con los muebles e incluso la propia Elisa cerniéndose en ese irreal fondo acuoso, ya nos dan idea del tono del film, evidentemente no realista (aunque se escriba con sus claves), un sueño del que despertará la chica para incorporarse a la monotonía de cada día, pero preanunciando una de las escenas más significativas y cautivadoras del film (también un punto surreal: a quién se le ocurre, salvo por las urgencias del amor, del sexo...).
Espléndido trabajo actoral: Sally Hawkins está, sencillamente, extraordinaria: ella es media película, en un personaje que hace evolucionar desde la sencilla abulia de todos los días hasta convertirse en el centro y eje de una aventura singularísima; si le dan el Oscar será más que merecido; Octavia Spencer, que ya tiene una estatuilla, también sería justo que se la llevara de nuevo; qué decir entonces de Richard Jenkins, absolutamente maravilloso en su personaje de gay obviamente dentro del armario (salvo para su amiga), un hombre miedoso en un tiempo que no le permitía mostrarse como era, pero que sacará fuerzas de donde no las hay para hacer lo correcto; y Michael Shannon compone otro de sus estupendos villanos, un tipo odioso al que, sin embargo, su matizadísimo trabajo aporta incluso alguna luz, además de muchas, muchas sombras...
Preciosa la música de Alexandre Desplat, lánguida, tan ajustada al tono melancólico pero veladamente optimista del film, una película que, ciertamente, si consigue el Oscar, será como meterle un dedo en el ojo al señor Trump: y es que, de ganar Guillermo del Toro el premio al mejor director, en los últimos cinco años varios realizadores mexicanos habrían triunfado en ese apartado hasta en cuatro ocasiones (Alfonso Cuarón, Alejandro González Iñárritu por partida doble, y ahora nuestro gordo azteca favorito); como decíamos cuando éramos chicos: ¡chúpate esa!
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