En 1983 el magnate de la cerveza Alfred “Freddy” Heineken fue secuestrado en Amsterdam por cinco patanes que, desesperados por no conseguir financiación para sus proyectos empresariales (intentaban salir de la crisis de la época: siempre estamos saliendo de alguna crisis…), deciden secuestrar al dueño de la cervecera más importante del país, convertida ya en una de las multinacionales claves del sector. Aquellos cinco hombres, sin experiencia previa en el mundo del crimen, consiguieron, sin embargo, secuestrar al magnate (y a su chófer, en una maniobra que después se reveló claramente errónea) y mantenerlo en cautividad durante varias semanas.
Sobre aquella historia, que está catalogada como el secuestro individual por el que se pagó la cantidad de dinero más alta nunca abonada, el reportero holandés Peter R. de Vries, especializado en criminología, publicó un libro en el que se basa esta película, aunque a la postre De Vries abominara del resultado. No deja de ser curioso que el reportero cediera los derechos de su investigación a los productores de este filme como consecuencia de su desacuerdo en la forma en la que se llevó el caso a la pantalla en la película holandesa El secuestro de Alfred Heineken (2011), sobre el mismo asunto, con dirección de Maarten Treurniet.
Pero la película no termina de interesar nunca. Lo más relevante es precisamente que cinco individuos, cinco infelices deseosos de ganar dinero fácil y rápidamente, pero sin experiencia en delincuencia, se metieran en semejante embrollo, nada menos que secuestrar a uno de los hombres más poderosos del país, y que además, con la suerte del novato, pudieran acariciar la plasmación de su sueño. Pero Daniel Alfredson confunde el ritmo con el atropellamiento, y las secuencias de acción podrían mostrarse en una escuela de cine para enseñar cómo no se deben rodar y editar este tipo de cine: atropellamiento, desaliño, mala planificación.
Aún así, El caso Heineken termina interesando por las relaciones entre los cinco pánfilos y su interacción con el magnate secuestrado, si bien el problema con Anthony Hopkins es que pone mirada como de Hannibal Lecter, y parece entonces que en cualquier momento va a saltar sobre sus desprevenidos raptores para comerle los higadillos con delectación. Y es que la intervención de un pope, de un mito cinematográfico como Hopkins en un filme como éste le resta credibilidad, no vemos a Heineken sino a la estrella, a la leyenda viva.
Alfredson ya demostró, sobre todo en Millennium 2: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina (2009), y en menor medida en Millennium 3: La reina en el palacio de las corrientes de aire (2009), que no es precisamente de los directores suecos más dotados. En El caso Heineken no se puede decir que haya fracasado estrepitosamente, como en el primero de los títulos antes citados, pero ciertamente está lejos de conseguir una película atractiva y que llegue y llene al espectador.
Entre los actores, aparte del mito viviente de Hopkins, que siempre está bien, aunque aquí resulta ser un claro error de casting, me quedo con el inglés Jim Sturgess, que compone muy atinadamente al líder de esta banda de chiquilicuatres, un hombre inteligente, con escrúpulos aunque no demasiados, al que finalmente le vencerá la emotividad, el amor. Su personaje es el más perfilado, mientras que el resto de sus secuaces están apenas esbozados. Entre todos ellos, el australiano (aunque inglés de nacimiento) Sam Worthington está como perdido, no sabiendo muy bien qué pinta en el filme; su caso es curioso: tras haber protagonizado varios “blockbusters” de los últimos años, entre ellos Avatar (2009) y Terminator Salvation (2009), no tiene reparos en hacer papeles de inferior relevancia en filmes de mucho menor fuste comercial, como La deuda (2010) o este El caso Heineken. Bien por él, aunque no estaría de más que consiguiera entender mejor sus personajes: aquí desde luego no lo logra.
95'