Michael Grandage es un prestigioso director teatral británico cuya relación con el cine, hasta ahora, se había limitado a algunas intervenciones como actor en largometrajes y series televisivas. Ahora, sin embargo, da el salto a la gran pantalla como director y productor con esta apreciable aunque irregular El editor de libros, ciertamente no exenta de interés pero que quizá lo hubiera sido más en otras manos más expertas en cuanto al lenguaje cinematográfico.
Nueva York, 1929, año de la Gran Depresión: Thomas Wolfe, un profesor universitario y escritor en su tiempo libre espera en la calle, bajo una tormenta considerable, que le reciba Max Perkins, editor jefe de Charles Scribner’s Sons, previendo que, como el resto de editores a los que hasta entonces ha acudido, rechace también su primera novela, titulada Lost (Perdido). Contra toda esperanza, Perkins acepta la edición de su libro, que finalmente se titulará El ángel que nos mira, si bien le propone un recorte exhaustivo en su volumen para hacerlo viable. Ambos se ponen a la labor, y con ello alumbrarán a uno de los escritores más interesantes, también más fugaces, de la literatura norteamericana del siglo XX.
El editor de libros tiene varios temas, todos ellos concatenados: el primero quizá sea la relación creativa existente entre autor y editor, de tal forma que la caudalosa, exuberante, torrencial creación del primero de ellos encontraba en la sensatez y buen gusto del segundo la forma de ahormar tanta creatividad, tanta luminosidad, para hacerla razonable, asumible. De esta forma, el tándem entre Wolfe y Perkins se reveló provechoso, no sólo por la relación artística que de esa pareja surgió, sino también por la forma en que esa relación influyó en las vidas personales de ambos: en el escritor, haciéndole consciente de su insufrible egolatría y haciéndolo madurar hasta llegar a ser lo más parecido a un ser humano sensible; al segundo, haciéndole valorar la amistad y la familia, hasta el punto de reconciliarle con ésta, quizá en busca del tiempo perdido (gracias, Proust).
Pero también hay historias paralelas, concomitantes con la central, como los celos, entre lo personal y lo artístico, de la amante de Wolfe hacia Perkins, al que culpaba de habérselo quitado, o el abandono sentimental al que se ve abocada la familia del editor cuando Max se vuelque, de forma desaforada, absoluta, en la recomposición, la depuración, la quintaesencia de la segunda novela de Thomas Wolfe, Del tiempo y el río.
Película como decimos irregular, sufre de la declamación de los bellísimos textos wolfeanos: el cine no es la literatura, y lo que en ésta funciona no tiene por qué hacerlo (generalmente no lo hace) en el llamado Séptimo Arte, y eso ocurre con frecuencia en la primera mitad del filme. Pero cuando en su segunda parte nos adentramos ya con todas sus consecuencias en el conflicto entre Perkins, Wolfe, la amante de éste y, sobre todo, la insoportable soberbia del escritor y su progresivo, doloroso proceso de humanización, el filme ya toma la adecuada velocidad de crucero y nos regala algunos momentos realmente mágicos.
Filme comercialmente suicida, dada su temática y exposición (nada menos que la creatividad surgida de la depuración “a posteriori” del proceso artístico), efectivamente se ha pegado un gran castañazo en taquilla, lo que alimenta la sospecha de que Michael Grandage, que también se ha involucrado económicamente en la aventura, vuelva a sus teatros y no ose hollar de nuevo un plató. Será una lástima, porque el director británico demuestra buenas maneras, tiene peso y poso; alguna tentación hacia el subrayado no se la tendremos en cuenta, dada su novatez, pero en general se trata de un debut afortunado, que sería una pena (y me temo que lo será) que no tenga continuidad.
Gran trabajo actoral: Colin Firth está espléndido como el editor que se siente deslumbrado ante el escritor desconocido pero brillantísimo como una supernova, que le fascina al tiempo que le hace la vida imposible; Jude Law, quizá un pelín sobreactuado, se ve muy concernido en la piel del gran escritor de tan efímera existencia; Nicole Kidman, en un papel poco lucido y al margen del “star system”, se demuestra eficaz y segura, un papel secundario perfectamente servido por la diva australiana. Buena tarea también de Guy Pearce como F. Scott Fitzgerald y de Dominic West como Ernest Hemingway. Y es que, lógicamente, una de las mejores bazas de Grandage es la dirección de actores, que para eso él es director de escena.
Lástima que la azarosa, volcánica, apasionada vida de este escritor de tan corta obra (aunque mastodóntica en cada uno de sus libros) no haya llegado como se hubiera merecido al público medio. Su exuberante prosa, preñada de metáforas tan bellas como “ese milagro oscuro de la casualidad”, que se declama en el filme, hubiera merecido una mejor respuesta de un público que, ay, parece más cómodo con los héroes en leotardos o con el ruido y la furia (y no, no hablamos de Shakespeare; tampoco de Faulkner…).
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