Alfred Hitchcock, cuando aún era un cineasta poco conocido, incluso en su país, el Reino Unido, rodó a mediados de los años treinta un intrigante film, El hombre que sabía demasiado (1934), que supondría su primer gran éxito popular no solo a escala nacional, sino incluso internacional, llamando la atención de la industria de Hollywood, siempre deseosa de captar nuevos talentos (no sabían hasta qué punto se iban a llevar el premio gordo... y no es un chiste...), que finalmente lo reclutaría, a comienzos de la década de los cuarenta, cuando rueda la famosa Rebeca. Cuando ya llevaba instalado década y media en Estados Unidos, a mediados de los años cincuenta, etapa en la que hizo la mayor parte de sus títulos míticos (Con la muerte en los talones, Vértigo, La ventana indiscreta, Falso culpable...), Hitchcock, en uno de esos ramalazos de originalidad o genialidad (a veces de ambas cosas...) tan típicos de él, dio en volver a rodar aquel su primer film de éxito en la vieja Gran Bretaña, pero ahora ya con los medios que le permitía su posición de privilegio en Hollywood, y no solo con esos mucho más cuantiosos medios materiales y personales, sino también con la experiencia que le habían dado los dos decenios largos de profesión que habían transcurrido entre ambas versiones.
La nueva película ciertamente mantiene el cañamazo de la primera, si bien hay una serie de cambios apreciables: la primera secuencia aquí transcurre en la más exótica Marruecos, en vez de en Suiza; el vástago ya no es una niña, como en la primera, sino un crío, un varoncito, incluso menor que la chica de la versión original; la familia protagonista es norteamericana, no inglesa; la peli de los años treinta terminaba con una balacera tremenda, mientras que en la segunda Hitch, ya mucho más sutil, opta por una solución en la que el suspense creciente y “sostenutto” es la clave del desenlace.
Como decimos, la historia es parecida: nos encontramos en el tiempo real del rodaje, a mediados de los años cincuenta, y conocemos al matrimonio norteamericano de mediana edad formado por Ben y Jo McKenna, él médico, ella cantante, y su hijo como de 8 años, Hank; están de vacaciones en Marruecos, donde se produce un pequeño incidente en un autobús, que resuelve satisfactoriamente Louis, un francés, con el que a partir de entonces entablan cierta relación. Quedan con él para cenar esa noche, pero el francés se disculpa por no asistir; ya en el restaurante, los McKenna entablan relación con una agradable pareja inglesa, mientras ven que Louis aparece con una mujer, con el consiguiente cabreo de Ben. A la mañana siguiente, por las calles de Marrakech, ven como la policía persigue a un hombre vestido de árabe, que al final muere apuñalado por un civil; Ben, como médico, lo auxilia: es Louis, ataviado a la manera de la morisma, y con la piel pintada de oscuro; el moribundo le susurra al oído “un hombre de estado morirá asesinado en Londres, muy pronto”... McKenna, entonces, será depositario de un secreto que puede costar la vida a alguien de su familia...
Se puede decir sin faltar a la verdad que esta nueva versión es ciertamente mejor que la primera, una película muy hitchcockiana que, aunque no llega al nivel de las grandes obras maestras del cineasta londinense, sí que mantiene perfectamente el interés e incluye muchas de las características de su cine, como el suave humor de Hitch, con algunas escenas de fina ironía, como aquella en la que Ben, durante la cena en el restaurante marroquí, y advertido de que solo debe usar tres dedos para tomar las ricas viandas que están degustando, exclama, con sorna, ante la dificultad de comer así, “cuánto daría por poder usar los cinco dedos...”.
También son peculiares algunas de las escenas del film, como la muerte en los brazos del protagonista del espía Louis, con la cara tiznada que, tocada por Ben, deja ver debajo la piel blanca del agonizante, desvelando su verdadera identidad; o la forma en la que Jo McKenna revela a su pequeño hijo secuestrado, en la embajada, que ella está allí, y lo hace cantando la canción preferida de ambos, el famoso “¿Qué será, será?”, lo que Hitch da haciendo que la cámara se mueva desde el salón donde está la madre hasta llegar, recorriendo pasillos y escaleras, a donde el hijo se encuentra encerrado, mientras la oímos a ella cantando a pleno pulmón para que el pequeño la escuche; y, sobre todo, la escena cumbre, en la que el asesino va a matar a un alto dignatario extranjero de visita en el Reino Unido, en el Albert Hall de Londres, justo en el momento en el que, en la ejecución de la Cantata de las Nubes de Tormenta, de Arthur Benjamin, sonará el potente sonido producido por el golpe de los platillos que debería dejar en sordina el disparo realizado desde un palco del teatro. Esa notable escena (casi calcada de la versión de 1934) genera una gran tensión en el espectador: la pistola con silenciador girando lentamente para encontrar el mejor ángulo de tiro, los platillos preparándose para el golpe culminante, la cortina del palco de la que sobresale ligeramente la pistola, el asesino apuntando, la cara de Jo que, espantada, lo está viendo todo, el disparo a la vez que un alarido de Jo... Y es que, en general, toda la segunda parte es excelente, con un punto de tensión que no cansa.
Como curiosidad, en un guiño muy típico de él, Hitch hace que el director de la orquesta que toca en el Albert Hall sea... Bernard Hermann, el compositor de la banda sonora de la película que, como todas las que creó para el cine de Hitchcock, resulta sugestiva e inquietante.
Buen trabajo de la pareja protagonista, unos muy adecuados James Stewart y Doris Day, que tenían buena química entre ellos, y que dan bien el papel del matrimonio desarbolado por el secuestro de su hijo, pero determinado a rescatarlo a toda costa.
(31-01-2025)
120'