Buster Keaton (1895-1966) fue uno de los grandes cineastas del cine mudo; en puridad, del cine, sin adjetivos, aunque lo cierto es que su gran época fue solo la del cine silente, porque aunque posteriormente siguió trabajando en el cinematógrafo hasta su muerte, ya nunca más brilló como entonces. Pero entre 1917 (fecha en la que debutó en la interpretación, su primer contacto con el mundo del cine profesional) y 1929 (fecha en la que rodó su última película muda, El comparsa), Keaton lo fue todo en el cine, con una popularidad solo equiparable al gran Charles Chaplin.
Keaton, que fuera director de muchas (aunque no todas) de sus películas, igual que guionista, como ganó fama entre el gran público fue como intérprete, acuñando un personaje que se ha hecho un arquetipo, el hombre estoico que afronta todo tipo de peripecias con el rostro hierático de una esfinge, un ser humano que, parafraseando el dicho, ponía “al mal tiempo, seria cara”, en el fondo una postura filosófica, existencialista, un Séneca del siglo XX, siempre con su peculiar sombrerito y su cara de estaca.
Pero aunque esa fue la vitola, la tarjeta de visita que le caracterizó frente al gran público, lo cierto es que, en términos cinematográficos (y haciendo abstracción de esa creación de un “tipo universal”, equiparable al vagabundo pícaro a la vez que buena gente que construyó Chaplin con su Charlot –o Charlie, como era conocido originalmente en el mundo anglosajón-), el valor de Keaton se corresponde más con la figura del ocurrente guionista y del muy imaginativo director que ponía en escena los films. Porque las películas de Buster, además de por su rigidez facial, se caracterizaron (al menos aquellas en las que él tuvo el control total, lo que se puede considerar que sucedió desde 1920, a partir de El espantapájaros) por una desbordante imaginación en la puesta en escena, por una inusual y sorprendente capacidad para poner en imágenes escenas concatenadas que tenían un determinado sentido, no eran una mera acumulación de gags, como con frecuencia ocurría con otras estrellas del cine cómico mudo, muy divertidas pero también muy inanes.
De ese tiempo en el que controló totalmente sus productos, prácticamente durante toda la década de los años veinte, datan sus mejores películas, que están a la misma altura que otros grandes films de cualquier tiempo, de todos los tiempos: títulos como Las tres edades, La ley de la hospitalidad, esta El moderno Sherlock Holmes, El navegante, Siete ocasiones, El maquinista de la General, El héroe del río y El cameraman son buena muestra del talento poliédrico de este cineasta al que la llegada del cine sonoro (y otras cuestiones también importantes, como el surgimiento del “sistema de estudios”, al que no se adaptó, y su caída en el alcoholismo) confinó a productos mediocres que, por supuesto, no le merecían, recuperando solo intermitentemente cierta popularidad por su participación en personajes secundarios en algunos films como Candilejas, El crepúsculo de los dioses y Golfus de Roma. Pero, sobre todo, el problema que no pudo superar Keaton fue el cambio total y absoluto de paradigma cinematográfico que supuso el nuevo sistema de cine sonoro, porque su humor, su talento, era fundamentalmente visual, mientras que el nuevo y flamante sistema, quizá de forma previsible, lo apostó todo, o casi todo, al sonido, a la palabra, a la música, cuando el genio busteriano estaba, esencialmente, en la imagen.
El moderno Sherlock Holmes, como queda dicho, es una de sus grandes y más celebradas películas. Se inicia con un rótulo que afirma “Un proverbio dice, no intentes hacer dos cosas a la vez y pretendas que las dos salgan bien; esta es la historia de un joven que lo intentó, ser a la vez proyeccionista y detective”.
Tras ese rótulo inicial conoceremos el personaje que interpreta el joven Buster, efectivamente proyeccionista (y chico para todo en el cine, incluida su limpieza) y detective aficionado, al que su jefe en la sala le recrimina que esté leyendo sus manuales de investigador en vez de barrer la sala. Buster, además de proyeccionista y detective amateur, resulta que está enamorado de una chica de clase social superior a la suya; como tiene poco dinero, da en comprarle un regalo baratito pero cambiarle el precio para que parezca que tiene posibles... paralelamente conocemos a otro pretendiente de la bella, más interesado en los dineros de la familia que en la joven; este otro pretendiente, además, es un tipo infecto, inescrupuloso, delincuencial, así que Buster tendrá que competir con alguien más bien temible...
Buena parte de los divertidos gags de la película surgirán al aplicar el aprendiz de detective el manual que estudia para ser un buen investigador; esa aplicación de los consejos del libro, como el seguir de cerca al sospechoso (lógicamente su enemigo en la conquista del corazón de la chica) se convierte en un filón inacabable de gags, a cuál más gracioso, ocurrente y creativo. Algunos de ellos son muy físicos, como correr por el techo de un tren (cosa que hacía el propio Keaton, que nunca tuvo dobles especialistas), pero otros son de una finura notabilísima, como el que se produce cuando el personaje de Buster se queda dormido una vez que ha arrancado la proyección de la película y sueña que el film está interpretado por su amada y por el malo, que le está preparando una jugarreta a la bella, momento en el que él, Buster, sube a la pantalla y “se mete dentro de ella”... El buen cinéfilo recordará que, muchos años más tarde, en los ochenta, Woody Allen utilizó esta misma idea en su estupenda La rosa púrpura de El Cairo, todo un homenaje al cine silente y, en concreto, al cine de Buster Keaton. En esa ingeniosa secuencia los diversos cambios de escena (y, consecuentemente, de escenario) le provocarán al intruso Buster caídas y accidentes, en una secuencia de humor “slapstick”, de humor físico, divertidísima y ocurrente; así, en cada brusco cambio de escena que se presenta en pantalla tendrá que afrontar una pequeña aventura, demostrando el Keaton director un formidable ingenio puramente visual, y el Keaton actor unas cualidades como de acróbata.
Se suceden los gags afortunados: en uno los malos le ponen una bola de billar explosiva a Buster, quien juega varias partidas rozándola pero sin darle nunca, en un prodigio de filmación sin trampa ni cartón; en otro vemos la fuga de Keaton con un truco que tenía preparado en su casa, saltando por una ventana en cuya parte exterior hay un disfraz de mujer mayor, con lo cual, al lanzarse por ella, aparece travestido de anciana y despista a sus perseguidores; en otra más lo veremos como paquete delantero de una moto de la que (por un bache) se ha descabalgado el conductor, con lo que el pobre Buster, sin saberlo, viaja en una motocicleta sin rumbo ni control...
Se puede afirmar sin faltar a la verdad que en la película el humor físico está llevado a su máximo potencial, tres cuartos de hora de metraje que se pasan en un pispás, con una rara capacidad para maquinar gags a cual más ingenioso y fantástico. Se puede también decir que este mediometraje estaba todavía dotado de ese raro “don de la ebriedad” (que diría el poeta Claudio Rodríguez) que caracterizó al cine cómico mudo durante el decenio que va de mediados de los años diez a mediados de los veinte, período en el que se acumularon las obras maestras (con frecuencia en formato de cortometraje) de Chaplin, Keaton, Lloyd, Langdon, Fatty (antes de su caída en desgracia), Laurel & Hardy, y por supuesto Sennett...
Un doble final, el primero romántico y dichoso, con la consecución del amor de la bella, y el segundo ya con su nueva familia, con dos niños incluidos, en el que el personaje de Buster ya no aparece tan feliz, pone el punto irónico a una peli ciertamente desternillante, inteligente y muy ingeniosa.
(15-10-2024)
45'