Aki Kaurismäki “es” el cine finlandés. Aunque hay otros cineastas de cierto prestigio de esa nacionalidad, como su hermano Mika o el emigrado a Hollywood Renny Harlin (el prestigio de este es bastante más discutible, por ser benévolos…), lo cierto es que hablar de cine finés es hablar de Aki. Lleva en cine desde 1981 y se ha desempeñado en las más diversas facetas audiovisuales, desde productor a guionista, pasando por montador, actor, sonidista (como deliciosamente llaman en Hispanoamérica a los técnicos de sonido) y hasta compositor, aunque ciertamente por la tarea por la que ha pasado ya a la Historia del Cine es por la de director.
Su obra se caracteriza por varias constantes: es, fundamentalmente, un cine de relaciones personales, de amores, desamores (estos más frecuentes), a veces odios, envidias y resquemores. Formalmente sus personajes se desempeñan siempre con un llamativo hieratismo, como si el guionista y director buscara expresamente que sus interpretaciones marcaran un distanciamiento no sé si brechtiano, pero con el que desde luego es difícil buscar la complicidad con el público. Sin embargo, ese mismo hieratismo, esa sensación de que sus actores y actrices siempre están pasmados, juega a favor de sus historias de precarios sentimientos, moldeando la norteña gelidez que recubre las emociones de los roles de sus películas. Es como si fondo y forma se dieran la mano, como si la emotividad típica del sur aquí quedara sepultada en la helada tierra del fin del mundo (no otra cosa es lo de Finlandia…): sí, sepultada, pero está ahí, debajo de la capa de hielo que parece acorazarla.
Por eso cuando Aki cambia de tema, o de ambientación, como pasó en su anterior El Havre (2013), ciudad que al lado de Helsinki debe ser como Marbella, su cine se resiente. Ahora no es un problema de localización, pues El otro lado de la esperanza se sitúa en su querida tierra finesa, y toda ella rezuma la tristeza consustancial a las películas de Kaurismäki (aquí vale decir los dos, Aki y Mika), una tristeza que confirmaría plenamente que en aquellas tierras el porcentaje de suicidios sea muy superior al de cualquier otro lugar sobre la Tierra, aunque allí aten los perros con la longaniza de un magnífico estado del bienestar.
En El otro lado de la esperanza conviven dos historias que se entrecruzan. Por un lado, un sesentón, quizá cansado de la vida rutinaria que lleva, rompe a la vez con su mujer y con su trabajo, abandonando a la primera y vendiendo las existencias de tejidos de su profesión de vendedor de ropa, todo ello para tomar el traspaso de un local de restauración; por otro lado, un refugiado sirio que ha huido de Alepo tras una catástrofe familiar sin nombre; ha cruzado media Europa, primero en busca de un futuro mejor y después de su hermana, perdida en ese periplo; cuando por fin llega a Finlandia enterrado en carbón en un barco mercante, intentará pedir asilo político…
El primero de estos temas podría considerarse plenamente kaurismakiano: el vendedor de camisas que se pone el mundo por montera y, a la vejez viruelas, decide emprender una nueva vida, sin esposa y cambiando de oficio, para darse cuenta, con el tiempo, de que ninguna de ambas cosas le iba a traer la felicidad que añora, no digamos la juventud definitivamente perdida. Pero el segundo de los asuntos tratados en el filme sí resulta novedoso en la carrera de Aki: la denuncia social no está entre sus temas, no lo ha estado nunca, y aunque ciertamente se agradece que se interese por un asunto tan lacerante como los refugiados de las inmisericordes guerras de Oriente Próximo en Europa, lo cierto es que su estilo, y su tono, nada tienen que ver con el que requiere este traumático problema, probablemente el más grave, no sólo en términos geoestratégicos, sino sobre todo humanos, de estas primeras décadas del siglo XXI.
Así las cosas, la denuncia kaurismakiana resulta sorda, sin tono muscular alguno, como es normal en su cine. Si sus temas habituales se benefician de esa atonía, al de los refugiados le perjudica esa sangre de horchata tan típica de Aki Kaurismäki. Escuchar al protagonista sirio declamar las atrocidades que le han sucedido en su vida en Siria y en su horrible aventura en Europa como el que está leyendo el prospecto de una medicina es, cuando menos, surrealista, y desde luego no ayuda en nada a la causa de los que escapan de las guerras que las potencias mundiales libran en sus territorios por vicarios interpuestos. Si hasta las agresiones al personaje exiliado por parte de los ultraderechistas fineses (que allí se llaman los Verdaderos Finlandeses, como si los otros lo fueran de mentira, pero que aquí aparecen con otro nombre: supongo que no es cuestión de cabrear a los neonazis) resultan de una llamativa blandenguería, parecen hermanitas de la Caridad en lugar de fachas irredentos…
No es, desde luego, una película deleznable: no recuerdo ninguna kaurismakiana (tampoco de su hermano Mika, que comparte calificativo) que lo haya sido, pero es cierto que no está a la altura de otros de sus empeños más celebrados, llámense Sombras en el paraíso (1986), La chica de la fábrica de cerillas (1990), La vida de bohemia (1992), Nubes pasajeras (1996) o Luces al atardecer (2006).
El reparto está plagado de los actores y actrices que llevan trabajando con Aki desde hace años, fundamentalmente Kati Outinen y Sakari Kuosmanen, aunque también algunos más recientes pero que ya se han convertido en peculiares rostros de imposible olvido, como es el caso de Ikka Koivula; todos ellos llevan ya como de fábrica su interpretación mecanizada, como si las emociones se quedaran bajo siete llaves, siempre debajo de la capa de hielo que los convierte en esfinges. Por su parte el actor sirio Sherwan Haji se presta en contención a lo requerido por los pasmados personajes kaurismakianos, aunque se ve que le cuesta la propia vida…
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