Pelicula:

Oliver Parker hace con esta su tercera adaptación de un texto de Oscar Wilde, tras Un marido ideal (1999) y La importancia de llamarse Ernesto (2002). Lo cierto es que al actor y director británico se le dan bien este tipo de versiones de piezas teatrales wildeanas, si bien es cierto que brilla más en las comedias ligeras, como las citadas, donde el diálogo es pieza fundamental y aparece en todo su esplendor el enredo y los amores leves, que en esta pieza de corte más fantástico, que entronca nada menos que con el Fausto goethiano y habla de cosas tan serias como la inmortalidad, la fugacidad de la belleza y la capacidad del ser humano para la perversidad cuando se sabe inviolable, entre otras cuestiones de similar calado.


Y no es que esta nueva versión del Dorian Gray wildeano sea una mala película, sino que Parker no está fino en la consecución de ese tono entre fantástico y taumatúrgico que caracteriza el texto de Wilde. Tampoco ayuda, a qué engañarse, los notorios errores de casting del film, con un protagonista, Ben Barnes (el príncipe Caspian de la serie Las crónicas de Narnia) que carece de lado oscuro, tiene la misma expresión (o falta de ella) cuando es un ingenuo catetito recién llegado al mundano Londres victoriano, que cuando veinticinco años después, con el mismo rostro de adolescente, se ha convertido en un hombre depravado al que ningún pecado ni delito le es ajeno ni le supone cargo de conciencia alguno, parapetado en su eterna juventud y en su infinita facultad de regeneración celular.


Barnes no tiene lado oscuro, en un error de reparto similar al que hacía a Hayden Christensen nada menos que el personaje maléfico más importante de los últimos treinta años, el Darth Vader de la saga Star Wars. Pues con el bueno de Ben pasa igual: sabemos que es un hombre que ha descendido a las más hediondas sentinas del ser humano porque nos lo dicen, pero no porque veamos en su rostro de ángel el más mínimo atisbo de esa corrupción absoluta.


Tres cuartos de lo mismo ocurre con el personaje adjudicado a Colin Firth, un cínico total, un descreído que forja en Dorian el abominable diablo que él no fue capaz de ser. Firth, actor blandito donde los haya, no consigue transmitir en ningún momento verosimilitud a quien es, en las líneas wildeanas, un sátiro de lengua viperina, un maestro en perversiones, un pandemónium de vicios.


Para remate de los tomates, tampoco el tercer personaje de la función (valga el término, ya que estamos ante la adaptación de una obra teatral), el que interpreta Ben Chaplin, ha sido bien adjudicado. Chaplin ha de componer un personaje ambiguo, el pintor del cuadro de Dorian que le permitirá, con el decisivo concurso de Firth, acceder a la inmortalidad a cambio de su alma; sin embargo, Chaplin carece de ambigüedad, no hay en él ningún atisbo de ese sentimiento homófilo que, evidentemente, existe en el personaje, y cuando éste aflora definitivamente, no resulta creíble.


Con todo, ya digo que no es una obra deleznable: mantiene aceptablemente el tono de la historia, recrea muy adecuadamente la Inglaterra victoriana (y postvictoriana, en una licencia del guionista y del director un tanto atrevida, dado que Wilde murió antes que la longeva Reina Victoria), aunque algunos de los ambientes barriobajeros resultan demasiado artificiales, y, en general, consigue un tono digno que salva los muebles.


(17-06-2010)


 


El retrato de Dorian Gray - by , Oct 30, 2024
2 / 5 stars
El precio de la belleza inmortal