Hace ahora casi diez años Martin Scorsese sorprendió al mundo con una sutilísima historia de amor, La edad de la inocencia (1993), ambientada en el Nueva York de 1870, una bellísima película sobre un amor inconsumado, en el marco atrabiliario de una sociedad opulenta, superficialmente perfecta pero cruel y arrogante en su quintaesencia. Ahora, curiosamente, el cineasta neoyorquino vuelve al mismo escenario y casi la misma época, la llamada Gran Manzana y 1846-1860, respectivamente, aunque en un marco muy distinto, en el convulso tiempo en el que las "bandas de Nueva York" (ésa hubiera sido una muy correcta y lógica traducción del título original inglés, que otra vez hay que tragarse por narices...) dictaban su ley en la que sería, con el tiempo, capital cultural y económica del mundo.
Pero esta vez Scorsese dista mucho de dar en el clavo; aunque se mueve de nuevo en los terrenos que teóricamente mejor le van, los temas de hampa y marginación, tratados con gran violencia, lo cierto es que no termina de llegarnos esta historia de mafias irlandesas que se pelean entre sí, con niño que ve cómo muere su padre, líder de una de las facciones, y cómo consagra el pequeño su vida a la venganza en la persona del asesino, un sanguinario carnicero (en ambas acepciones de la palabra...). La relación entre ambos, primero como protegido y protector, luego como archienemigos, será el eje central de este film entre el drama, la película de acción y el thriller histórico.
Pero los personajes no llegan a convencer casi nunca, sobre todo el protagonista, un Leonardo DiCaprio demasiado blando, que no termina de cuajar como el rival bragado del Monipodio del lugar. Sólo Daniel Day-Lewis, en un papel diametralmente opuesto al que interpretaba en La edad de la inocencia (aquí un matarife con su propia aunque muy discutible ética, allí un caballero enamorado de la mujer equivocada), tiene verdadero peso específico.
La película se hace eterna en sus casi tres horas de metraje, y uno termina creyendo que la dirección corre a cargo de un artesano eficaz pero sin talento como un Hugh Hudson o un Roland Joffé, en vez de estar en las geniales manos de Scorsese, uno de los escasos maestros indiscutibles del cine actual. Porque, en contra de lo que afirmaba Baudelaire, no se puede ser sublime sin interrupción...
(04-03-2003)
167'