Hay una gloriosa tradición de comedia del absurdo, en la propia Francia (véase el cine del gran Tati), o fuera de ella (recuérdese al finlandés Aki Kaurismäki, aunque su cine con frecuencia sea más drama que comedia). En los últimos tiempos hemos visto algunas muestras que han llamado poderosamente la atención, como la escandinava Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (2014), de Roy Andersson, que fue nada menos que León de Oro en Venecia, o la francesa Holidays by the sea (2011), de Pascal Rabaté. Esta La comunidad de los corazones rotos no llega a los extremos de extravagancia de los filmes de Andersson y Rabaté, sino que juega la baza de un realismo con irisaciones surrealistas, desde hacer que una cápsula de la NASA aterrice en la azotea de un desvencijado edificio de un barrio cuasi marginal de Colmar, la capital de la región francesa de Alsacia, hasta que un paralítico pueda volver a caminar impulsado por la angustia de no llegar a una crucial cita que puede cambiar su cenicienta vida.
El filme cuenta tres historias, todas ellas incardinadas en el desvencijado edificio de la cápsula en la azotea, un bloque residencial pintarrajeado, como de suburbio, donde viven gente de toda laya, mayormente trabajadores; también de toda raza, quizá un metafórico crisol del mundo. En ese contexto, conoceremos la (no) vida del que parece un solterón de mediana edad, que da en intentar mejorar su aspecto con una bicicleta estática; su escaso fondo físico le juega una mala pasada y sufre un ataque que le deja inválido, por cierto, en un espléndido montaje sincopado: lo vemos inerte y pedaleando (por el modo automático del cachivache) en la bicicleta, inmediatamente después acostado en una cama de hospital, y acto seguido es dejado por una ambulancia, sentado en una silla de ruedas, ante el portal de su bloque. Obligado a no usar el nuevo ascensor, a cuya financiación se negó por vivir en un primero, ahora tendrá que usarlo a hurtadillas; en una de sus furtivas salidas llega a un hospital cercano, donde compra patatas fritas de máquinas de “vending” como única fuente de alimentación, y conoce a una enfermera que fuma un cigarrillo en su tiempo libre… En la segunda historia, la del astronauta aterrizado en la azotea, este trabará algo parecido a una amistad, quizá una relación materno-filial, con una anciana franco-argelina que le tratará como al hijo que tiene en prisión; la falta de comunicación entre ambos, desconocedor cada uno del idioma del otro, no impedirá que surja una corriente de genuino afecto… La tercera historia es la de una actriz ya madura, recién trasladada al edificio de marras, que traba cierta amistad con un adolescente, con el que reproducirá, de alguna forma, su relación con su malogrado hijo…
Tiene La comunidad de los corazones rotos muchos puntos para interesar al espectador, pero también es cierto que, al menos durante la primera media hora, hasta que va entrando en materia y nos vamos enterando de las circunstancias de cada relato, escasea en amenidad. Conforme vamos poniendo en pie cada historia, el filme se entona y fluye ya con creciente interés. Porque interés tiene, quizá la que más, la historia del pobre pelanas que da en imitar torpemente la peripecia de la pareja protagonista de Los puentes de Madison, que ha visto en televisión, con la enfermera que fuma en su tiempo libre, imaginando quizá que él pudiera ser un Clint Eastwood de andar por casa, y ella una Meryl Streep de medio pelo: delirios de un pobre diablo solitario que está deseando amar.
Tampoco anda escasa de interés la trama del astronauta y la anciana franco-argelina, donde se juega con agudeza a sortear la incomunicación idiomática, pero también social, intelectual, cultural, entre el yanqui que acaba de volver del espacio y la viejecita entrañable que le hace cuscús y le viste del Olympique de Marsella; dos mundos supuestamente antitéticos pero que aprenderán a convivir y a sentir algo mutuo; tal vez, por unos días, lo más parecido a una relación entre una madre y un hijo.
Por esa misma senda, pero en otro registro, camina la tercera, la de la actriz y el adolescente, quizá la menos perfilada, la menos interesante de las tres; se adivina quizá en la mujer, una actriz venida a menos, un trasunto de la dolorosa historia de Romy Schneider, que perdió a su hijo adolescente y, a la postre, perdió su vida, incapaz de soportar por más tiempo esa catástrofe. Aquí, sin llegar a ese extremo, asistiremos a la relación entre opuestos, la que fue diva y ahora malvive en suburbios, y el jovenzuelo del que apenas sabemos nada, más allá de su supuesta, acaso apócrifa orfandad, y su vida plana, alterada por la llegada de la misteriosa nueva vecina.
Filme irregular en su planteamiento, sin embargo cae irremediablemente simpático y gusta por su tono triste pero levemente esperanzado, tres historias sobre la soledad, sus traumas y los vanos intentos que hacemos para remediarla.
Samuel Benchetrit es un cineasta, además de actor, con una todavía corta carrera como director. Hasta ahora su cine no había trascendido fuera de Francia, siendo este su primer filme con repercusión internacional. Tiene buena mano en la realización, con algunas ideas francamente espléndidas (el mentado montaje sincopado, por ejemplo) y con un acertado trabajo con los actores (para eso él es colega de ellos…), consiguiendo un muy apreciable resultado en todos, en especial con Gustave Kervern, que está estupendo como el pobre diablo que intuye la posibilidad de acabar con su soledad, o la veterana y magnífica Tassadit Mandi, que compone una entrañable “mamma” magrebí. Isabelle Huppert, por supuesto, muy bien, en un papel de creciente tono dramático, donde quizá también haya un poso autobiográfico, la actriz que lo fue todo en el cine francófono pero ya no goza del rol privilegiado que tuvo en las décadas de los setenta, ochenta y noventa; también Michael Pitt está muy bien, el astronauta colocado en una situación absurda, ser el huésped de una tierna viejecita en el corazón de un suburbio en el Este de Francia.
Todos ellos componen una muy peculiar comedia agridulce, que trae resabios de aquellas viejas viñetas de la 13, rue del Percebe, inolvidable contraportada del tebeo Tío Vivo, el caleidoscopio de un edificio cualquiera, un trozo de vida, aunque aquí esté (también en el cómic de Ibáñez, es cierto) tamizado por el surrealismo.
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