Alguna vez habrá que reivindicar la figura de Stanley Kramer, que fuera productor de buenos títulos de la época dorada de Hollywood (El ídolo de barro, Muerte de un viajante, Solo ante el peligro, Los 5000 dedos del Dr. T, Salvaje, entre otros muchos), pero que a mediados de los años cincuenta se pasó también a la dirección cinematográfica. Este realizador neoyorquino, en tal faceta, se caracterizó por su gusto por llevar a la pantalla grandes temas, que él solía resolver con brillantez y efectividad.
En esa línea se atrevió con el juicio de Nuremberg en Vencedores o vencidos (1961), con la comedia alocada y a lo grande, heredera del “slapstick” del cine mudo, en El mundo está loco, loco, loco, loco (1963), con el racismo/antirracismo, desde distintas perspectivas, en Fugitivos (1958) y Adivina quién viene esta noche (1967), con la Segunda Guerra Mundial vista de forma distinta a lo habitual en El secreto de Santa Vittoria (1969), con el amor prohibido entre religiosos en Más allá del amor (1979). Por eso no es de extrañar que una de sus primeras películas, esta La hora final, afrontara nada menos que el fin del mundo, en una época, en los años postreros de los cincuenta y principios de los sesenta, en los que el mundo vivía de forma generalizada el miedo atómico, el temor a que la proliferación de armas nucleares acabara con la Humanidad.
En ese contexto de cierta paranoia mundial por un tema tan lacerante, Kramer rueda La hora final, una historia de fuertes tintes pesimistas sobre un desastre atómico. Tras producirse éste, el único continente que todavía permanece incólume en todo el mundo será Australia, pero hacia el que se extienden ya, inmisericordes, las nubes radioactivas, por lo que la vida en aquel último reducto de la Tierra se extinguirá en pocos meses...
Lo cierto es que Kramer no dio con el tono del film, que resultó a ratos un tanto monótono e incluso pesado, lastrado tal vez por un exceso de trascendentalismo, aunque seguramente era inevitable, dado el tema: nada menos que el fin de la civilización, y cómo se afronta algo así cuando se sabe que resta solo un tiempo limitado para que ello suceda.
Eso sí, el reparto es de lo más interesante, con gente tan buena como los consagrados Gregory Peck, Ava Gardner y Fred Astaire, aquí alejado de sus habituales musicales, en una diversificación interpretativa que el genial bailarín, con buen criterio, cultivó cuando ya empezaba a tener una edad, y un Anthony Perkins poco antes de hacer el personaje de su vida, el Norman Bates de Psicosis (1960).
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