El cineasta galo Robin Campillo (Marruecos, 1962) llamó poderosamente la atención hace unos años con su potente 120 pulsaciones por minuto (2017), denso drama ambientado en Francia en los años noventa, concretamente en los colectivos de personas LGTBI, en los que el sida se cebaba entonces desconsideradamente, cuando la epidemia mataba por miles en todo el mundo, cuando no existía la amplia farmacopea actual que, si no lo ha eliminado totalmente, sí ha logrado su cronificación (en Occidente, porque lo que es en el Tercer Mundo siguen muriendo a puñados...). Aquel notable film, que gustó mucho, sin embargo, nos tememos que no ha tenido continuidad en esta su nueva película.
La acción se desarrolla en Madagascar, a principios de los años setenta del pasado siglo XX, en el momento en el que la potencia colonial, Francia, se dispone a abandonar la isla situada al sureste de África, una vez proclamada su independencia. En ese contexto, en una base militar gala, conocemos a la familia López, compuesta por el padre, Robert (de origen español, de ahí el apellido), la madre, Colette, y tres niños; en uno de ellos, Thomas, de 8 años, se centra mayormente la historia. A través de sus ojos veremos ese fin de época que supuso para las familias que vivían en Madagascar el fin del dominio francés, con los dimes y diretes familiares, pero también asistiremos en la parte final a la explosión del pueblo malgache (el gentilicio de los habitantes de Madagascar) cuando por fin consigue su independencia...
Pero lo cierto es que La isla roja, que es un relato nada veladamente autobiográfico del propio Robin Campillo (él también vivió en Madagascar, con 8 años, destino de su padre, suboficial del ejército francés...), resulta ser una película de una endeblez llamativa, que no termina de saber realmente qué quiere ser de mayor (si nos permiten esa analogía, tan adecuada teniendo en cuenta que hablamos de la mirada de un niño), si es un nostálgico recuerdo de una infancia en lo más parecido a un paraíso sobre la Tierra, en un país donde casi nunca llueve, donde se disfruta permanentemente del sol y el mar, un lugar amable donde vivir arrullado por las pequeñas nimiedades del hogar, aunque también siendo testigo del progresivo desafecto que un padre con tendencia a la violencia va provocando en el clan familiar. Pero es que el cambio final, cuando la película pasa de la ensoñación nostálgica al tono mitinero, con los malgaches recibiendo a los presos liberados, desconcierta y desorienta, es como si fueran dos mediometrajes unidos, sin tener mayor relación uno con otro, con una llamativa falta de unidad de estilo que, la verdad, resulta muy perjudicial para el film.
Así las cosas, La isla roja es una película indefinida, cuyo sentido e intencionalidad no están en absoluto claras, por más que el director, en sus declaraciones, haya hablado del colonialismo y cómo las potencias coloniales no han sabido dar respuesta a ello ni cuando eran quienes gobernaban las colonias, ni mucho menos después. Eso, la verdad, ni está ni se le espera en la película, que parece mucho más un ejercicio de nostalgia del entonces pequeño Robin (aquí llamado Thomas), un niño especial, de gran sensibilidad, con sus ensoñaciones con las aventuras disparatadas de “Fantomette”, que una reivindicación anticolonialista.
Aburrida con frecuencia, con numerosas escenas que no van a ninguna parte ni aportan nada al avance de la trama, lo peor que se puede decir de La isla roja es precisamente que resulta ser todo lo contrario de lo que era 120 pulsaciones por minuto, donde había fuerza, donde nada sobraba ni faltaba, donde había una conjunción de virtudes que, aquí, lamentablemente, brillan por su ausencia.
Se ha perdido una excelente ocasión para presentar la visión de un territorio al final del dominio colonial, una visión sobre los que se marchan pero también sobre los que se quedan, los nativos, aquí reducidos a una impersonal secuencia final sin ningún tipo de ilación con el resto de la trama.
Aceptable trabajo interpretativo de los personajes adultos protagonistas, Nadia Tereszkiewicz, uno de los nombres más sugestivos de su generación en Francia, y nuestro Quim Gutiérrez, cada vez más afianzado en el cine galo; pero el que se lleva la palma es el pequeño Charlie Vauselle, “alter ego” del propio director, encarnando a Robin Campillo cuando tenía 8 años, un prodigio de crío que, si no se malogra como actor, puede darnos muchas satisfacciones en el futuro.
(25-10-2023)
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