El subgénero de zombies vive tiempos de esplendor. Pasó ya la época en la que se consideraba un subgénero de serie B, por no decir de serie Z, como ocurría cuando George A. Romero lo puso de moda con su La noche de los muertos vivientes (1968) y las subsiguientes entregas de secuelas tales como Zombi (1978) y El día de los muertos (1985), entre otras. Con el nuevo siglo, el subgénero ha ganado en consistencia, y ahora ya no es solo un mero pretexto para que los chicos de maquillaje y efectos especiales se pongan las botas y el público se acoquine en la butaca, sino que tiene ya connotaciones dramáticas, existenciales, vivenciales, que nadie hubiera imaginado viendo aquellos primeros films de Romero, y no digamos ya de sus epígonos italianos como Lucio Fulci, que hicieron toda una variante del “giallo” a base de profusos destripamientos de sus personajes.
Con la llegada de series televisivas “serias” como la poderosa The walking dead y su precuela Fear the walking dead, pero también con films como 28 días después (2002) y su secuela 28 semanas después (2007), y, sobre todo, Guerra Mundial Z (2013), el género de zombies conoce una edad de oro como nunca se había visto. Films más recientes como Train to Busan (2016) confirman que también en Oriente se han apuntado, y con excelente tono, a este tipo de historias apocalípticas que, a buen seguro, tienen una lectura en clave psicológica: ¿por qué gusta tanto actualmente imaginar esos escenarios dantescos en los que los seres humanos, una vez muertos, desarrollan una furia de voracidad descomunal hacia los todavía supervivientes de la infección?
Robin Aubert es un actor (en su origen de corte cómico, lo que no deja de tener su gracia dado el tema del film...) quebequés que desde hace unos años se dedica también a dirigir cine y televisión. En esta faceta ha hecho ya cinco largometrajes, además de algunos cortos y una serie, todos ellos inéditos en España. Tiene Aubert buena mano para la dirección: es creativo, tiene buen gusto para contar cosas sin apenas contarlas (valga la aparente redundancia, que no es tal...), haciendo que sean las propias imágenes (o su ausencia) las que nos vayan narrando la historia. Ello ocurre sobre todo en toda la primera mitad de este film extraño, Los hambrientos, mientras vamos conociendo a los personajes, aunque después ciertamente la historia va perdiendo pulso.
Estamos en los bosques de Quebec, en un tiempo indeterminado pero que se supone es en un futuro cercano. Por razones que se desconocen, los muertos, o los mordidos por esos muertos, se alzan y buscan desaforadamente a los vivos para comérselos. Conoceremos a tres grupos de supervivientes que intentan huir: dos hombres, uno blanco y otro negro, viajan en una camioneta matando zombies; un viejo y un adolescente hacen lo propio, habiendo tenido ambos que acabar previamente con sus seres queridos que se los pretendían merendar; unas ancianas acogen en su casa a una mujer de clase alta que viaja en Mercedes, también matando muertos redivivos...
Como decimos, toda la primera parte, prácticamente la primera hora, es notable, jugando Aubert con elipsis que nos dan información sin tener que ser demasiado explícitos. Tiene dicho el director canadiense que dos de sus referentes principales son Tarkovski y Bresson, y ciertamente se intuye la influencia de ambos en la puesta en escena despojada de elementos superfluos, en la construcción de un espacio indeterminado, casi abstracto, en la utilización de muy pocos recursos (planificación, mera narración, silencio, ausencia de golpes de efecto) para producir una tensión que se vuelve a ratos insoportable.
Película seca, amarga, brutal, huye sin embargo casi siempre de la pornografía de las masacres de zombis y de sus festines. Llena sobre todo en esa primera parte de creativos hallazgos, visuales y conceptuales, algunas de sus escenas son oro puro, como la que desarrollan los cazadores de zombies tumbados en la camioneta, filmados en un largo plano cenital mientras ambos dialogan: el hombre negro ya está herido de muerte, pero se están despidiendo en lo que parece una conversación banal, que no lo será.
Desasosegante, Los hambrientos dibuja una especie humana al borde de la extinción por su propia mano, por ese afán suicida que nos caracteriza desde que nos bajamos de los árboles, y que nos lleva aquí a un Apocalipsis quizá inimaginable para el mismísimo evangelista, un Apocalipsis en el que, casi peor que los desaforados zombies atacando a los que fueron sus semejantes, es oír los chillidos estridentes, insoportables, más de monstruos que de humanos, que son el santo y seña de estos muertos vivientes.
Notable aunque irregular película, Los hambrientos nos descubre a un cineasta estimulante, un hombre que hace cine con elementos puramente fílmicos, y al que solo le falta pulir un poco sus historias y que éstas tengan una homogeneidad visual y conceptual similar para que podamos decir a boca llena que estamos ante uno de los nuevos y más prometedores directores de nuestro tiempo. Los intérpretes, todos ellos desconocidos fuera de su país, se comportan con callada corrección, sin actuaciones desaforadas sino ajustadas a sus personajes perseguidos por los zombies y por sus propios fantasmas.
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