¿Qué es lo peor que le puede pasar a una película de timadores con sorpresa final? Pues que a los diez minutos el espectador ya sepa cuál es la sorpresa. He ahí el problema de este Los timadores: a poco que uno haya visto un par de títulos de esta variante del thriller (por ejemplo, Nueve reinas y Confidence, por citar dos títulos recientes), enseguida se da cuenta de por donde van los tiros.
Aquí el protagonista es un timador de medio pelo, con una pequeña fortuna amasada durante largos años en el "oficio" (por decir algo), con la peculiaridad de que es maniático hasta la extenuación: de la limpieza, de la salud, del orden... Tiene un socio que pica más alto, y aparece en su vida la (presunta) hija que nunca conoció de su ex mujer. ¿A que se ve venir ya, con sólo esos datos? Pues el resto son dos horas más bien cansinas durante las cuales nos enteramos de lo neurótico que es el prota, de lo fanático de la limpieza que es, de sus múltiples tics, de algún que otro golpe que da, antes del definitivo, y de su tormentosa relación con su nueva e inesperada hija.
Pero no hay sustancia, no hay historia más allá de aburrirnos a modo con los agobios de Nicolas Cage, que por el camino que lleva parece querer disputar el título de Mister Balbuceo al actual indiscutible poseedor, lógicamente Hugh Grant. Ridley Scott, que es un director espléndido cuando tiene materia entre manos (no hace falta recordar la primigenia Alien, la memorable Blade Runner o la impactante Gladiator), en el thriller nunca se ha movido bien, y si, como en este caso, es en su variante sorpresa final, menos todavía. Scott es un cineasta con una rara capacidad para crear atmósferas, pero cuando no hay lugar a éstas, se encuentra perdido. Así las cosas, quedan algunos detalles de interés, como la relación paterno-filial de Cage con su presunta hija, y el epílogo final, tras la supuesta sorpresa, muy poco para quien es uno de los cineastas fundamentales del último cuarto de siglo.
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