Uno de los primeros frutos de la Ley Miró, que hacia 1984 planteó un decidido impulso a la producción cinematográfica, fue esta magnífica adaptación de la novela homónima de Miguel Delibes, una historia mesetaria que tanto tiene que ver con el pasado reciente; una doble vida: por un lado, la "dolce vita" de los caciques del lugar, entre la disipación y el lujo, entre el mero capricho y la animalización de sus siervos; de otro, la simple supervivencia de quienes viven para servir, para humillarse, no porque se quiera, sino porque no se ha aprendido otra cosa, y si se hubiera hecho, la más sencilla subsistencia pregonaría a voces el mantenimiento del "statu quo", so pena de morir de inanición.
No es, contra lo que pudiera suponerse, una película social, en el mal sentido que se le da al cine de algún compromiso político. Miguel Delibes y Mario Camus hablan de historia con minúscula, de una vida que es así y que difícilmente podrá ser de otra forma. Narran Delibes y Camus, en novela y película, muy próximas, algunos años en la vida de una familia de auténticos santos inocentes: el padre, honesto, cabal y trabajador; la madre, abnegada y entregada al cuidado de su hija subnormal; el hijo mayor, que intenta salir de la miseria cultural y laboral; la otra hija, que apunta una primera rebeldía; el tío, también retrasado, embelesado en una hermosa milana que ha amaestrado. Sobre (la preposición, en este caso, es literal) ellos viven los caciques de la hacienda, desde un niñato pura mala leche para el que el mentado padre no es más que un perdiguero de dos patas, hasta el administrador, repetidamente "coronado" por su hermosa mujer.
Hay un retrato social, pero también una bellísima crónica costumbrista sobre una parte del ser español, lejos de toda retórica y cerca de toda referencia al suelo, una introspección telúrica restallantemente mágica, que alcanza momentos esplendentes sobre todo en las secuencias dominadas por Azarías, un Francisco Rabal en estado de gracia, y también en no pocas de las escenas en las que aparece Alfredo Landa, que con el papel de Paco el Bajo obtuvo la metafórica cátedra de actor que hasta entonces se le había negado.
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