Tras una fría acogida en el Festival de Cannes, se estrena en España Mapa de los sonidos de Tokio, un insípido filme al que no cabe buscarle otra justificación que la fascinación de su directora por una ciudad que decide convertir en el “marco incomparable” de, de… de lo que sea. Lo que sea, finalmente resulta ser una historia de amor desgraciada (que se ve venir desde el principio) entre una asesina a sueldo y su víctima, un comerciante de vinos catalán con el que acaba encariñándose, claro… especialmente después de algún que otro rozamiento intenso en un love hotel decorado como un vagón de metro parisino, y ya se sabe… el roce hace el cariño. Y eso sí, a falta de otra cosa, pongamos, una historia, unos personajes verosímiles o unos diálogos medio creíbles, la Coixet pretende convencer al espectador con el roce entre López y Kikuchi en unas escenas de sexo (“sin sábanas”, como ella repite incansablemente: una innovadora sin duda) que más que tórridas, se quedan en una especie de El último tango en París ciertamente descafeinado.
Después también están los sonidos, claro, esos omnipresentes sonidos de Tokio que al parecer conquistaron a la directora catalana y que acaban infectando de chicharras la mitad de los planos de la película… con lo molesto que es. Y para justificar un título, y una banda sonora, llena de ruidos amplificados, supuestamente significativos, ya sea el corte del pescado o los sorbidos de ramen, aparece un ingeniero de sonido, que no se sabe muy bien qué pinta por allí, pero que le viene muy bien a la Coixet para dar cierta ilación a la historia (ya deshilachada desde el principio, la verdad), asumiendo el papel de un narrador omnisciente que inexplicablemente nos cuenta la vida de la reservada protagonista, cuando afirma, continuamente, no saber nada de ella. Este personaje, absolutamente descalzado con el resto de la trama, es uno más de los artificios que pretenden, sin éxito, dar a la película cierta coherencia para convertirse al final en elementos tan evidentemente postizos que acaban chirriando con el resto de la acción, hasta rozar el punto de la ciencia ficción (¿acaso el ingeniero es un ser divino que lo sabe todo, que lo escucha todo, o se dedica a perseguir por medio Tokio a la chica grabándola con una pértiga entre puestos de ramen y yakitori?). En fin, un despropósito más.
Se echa de menos en esta cinta la honestidad de trabajos anteriores de la directora catalana, como Mi vida sin mí, La vida secreta de las palabras o su ópera prima Cosas que nunca te dije, en la que la sensibilidad con la que se contaban historias un tanto atípicas de personajes desencontrados y neuróticos, no se había convertido aún en pose, ni en manierismo sentimentaloide y modernillo, como ocurre en esta ocasión.
Probablemente, muchos de los numerosos incondicionales de Coixet, se sentirán un tanto embaucados con este “mapa” que sirve más para desubicar que para orientarse en una historia que no conmueve a nadie si no es por la esquizofrénica belleza de una ciudad como Tokio, retratada, eso sí, con una voluntad indudablemente plástica, pero que nos deja fríos porque detrás no hay nada que sujete tan hermoso decorado. Falta el armazón y el sentido.
Contaba Isabel Coixet que se le ocurrió la ¿historia? (mejor digamos lo de ir a rodar allí) cuando fue como tantos otros turistas a fotografiar de madrugada el mercado del pescado de Tsukiji. Mientras la gente trabaja, transportando atunes, fileteando pescados y desangrando anguilas, numerosos intrusos armados con sus cámaras de fotos se dedican a fotografiar al personal que está currando, más bien molesto con esos incómodos visitantes que les miran como atracciones de feria… ¡y a esas horas tan malas! Les aseguro que no sonríen (imagínense ustedes si cada mañana acudieran a su oficina hordas de turistas, a fotografiarle cuando anda con el excel, o sellando informes, fascinados ante la plasticidad de su labor… ¡oh!). Al parecer, nuestra pizpireta directora quedó deslumbrada ante el espectáculo y decidió rodar allí. Ya se inventaría ella cualquier historia, más o menos intrincada, como la de esa pescadera con doble vida de sicaria, para justificar unos cuantos meses rodando en la ciudad que la había enamorado, una ciudad a la que, verdaderamente, es difícil resistirse a fotografiar. Tokio, mon amour.
El problema es ese, que la cámara de Coixet, no deja de ser la de una turista, se queda en la superficie y en la fotografía de los tópicos nipones, desde la cena de sushi sobre mujeres desnudas con la que, ya tan fallidamente, comienza la película, al sonido ficticio de la cisterna de los w.c. japoneses. La historia y los personajes a veces parecen casi excusas para lo anecdótico, para mostrarnos las fantasías eróticas con la que disfrazan las habitaciones de los love hotels, la patológica dependencia del móvil del tokiota o las instrucciones vía megáfono para besos y ataques de ira multitudinarios en cualquier parque de la ciudad… para contarnos, en fin, una vez más, que “esos japoneses están locos”. Una mirada frívola, sin contenido.
En ese sentido, es inevitable comparar esta obra con la de otra directora enamorada de esta desquiciada y bella ciudad, Sofia Coppola, que a diferencia de Coixet - que acaba reduciendo Tokio a decorado de cartón piedra-, logra convertirla en Lost in traslation en una auténtica metáfora de la incomunicación y la soledad, en un personaje más de la película.
Por lo demás unas interpretaciones un tanto vacías que no logran poner en pie una deslavazada historia de amor, a pesar de la probada solvencia de sus actores, la apreciable chica sordomuda de Babel y el usualmente convincente Sergi López, que esta vez no parece ni que él mismo se crea el personaje (lamentable la escena del karaoke, él mismo reconoce que pasó vergüenza), probablemente a causa de unos diálogos estereotipados que, dichos además en un rústico inglés, no dejan de parecer un tanto postizos, forzados. En fin, que nadie se creería que con esa labia se librara de que una desalmada asesina, ducha en peores lides, indultara su vida, por mucho jueguecito de contar dedos que le haga… ¿Serán los vinos del Penedés? Quizá. Si no, no se entiende, como tantas otras cosas. Una de esas películas en las que te dan ganas de tener a la directora en la butaca de al lado cuando termina la proyección y preguntarle ¿pa’qué?
109'