Un esquema argumental simple sirve, en El último tango en París, de Bernardo Bertolucci, para denotar unas situaciones de ilimitadas sugerencias, de temática amplia y abierta que hace muy rica su lectura. Fijarse en uno de sus aspectos no significa menosprecio para con otros, pero es obvio que la razón de ser de la película se apoya especialmente en la relación Paul-Jeanne; el resto de los elementos escenográficos y humanos complementan o contrapuntean, desde pasados o presentes, la actualidad en la que se sume la pareja tras su casual encuentro. La relación sexual que se establece entre ambos carece de exordio; se prescinde no sólo del amor (en su sentido más vago e indefinido) sino del mínimo conocimiento personal, más aún, de unos previos actos eróticos que “sitúen” pasionalmente a la pareja; la relación se produce “ex abrupto”; su explicación está en los sucesivos encuentros. En ellos asistimos a unos contactos sexuales que tienen su razón de ser en sí mismos, ya que se les exime de cualquier elemento adyacente que, psicológicamente, sirva para una comunicación que no sea la del sexo.
Por ello, voluntariamente, los amantes, víctimas del azar, perpetúan la casualidad sin querer otro conocimiento que no sea el de sus físicos: prescinden de su mutua identificación, ni siquiera se van a decir sus nombres, por lo que será la suya una relación de pronombres, de “yo” y “tú”, sin otros aditivos que definan a la persona.
Paul es el representante de un tipo de experiencia vital que acaba en vacío; grita contra una civilización (representada por el tren) que le aplasta y una cultura que no le sirve; el encuentro con Jeanne es un intento de prescindir de ambos elementos; el olvidarse de quiénes son en la vida para, simplemente, “ser” en ese acto. Es aquí donde lo erótico adquiere su pleno sentido, su razón de ser, su justificación: es la recurrencia a impulsos “zoológicos” en los que cualquier forma de “razonamiento” quede excluida; los elementos comunicativos que se aceptan son los más primarios en la naturaleza del hombre: la mímica, los ruidos, los gritos animales.
Ese acto es para Paul --y así se lo impone a Jeanne-- un voluntario regreso de la especie, un rechazo de lo específicamente humano, un desnudarse de su naturaleza para reducirla a lo instintivo sexual prescindiendo de lo adquirido social. La propuesta de Paul es semejante a la que Pedro Salinas utiliza en una de sus poesías de “La voz a ti debida”; los amantes son simplemente: “yo” y “tú”; se ha suprimido todo aquello que defina su personalidad “desde fuera” (“enterraré los nombres / los rótulos / la historia”), lo que la disfraza (“iré rompiendo todo / lo que encima me echaron / desde antes de nacer”). Pero mientras Salinas se apoya en “el amor puro”, Bertolucci prescinde de él para valerse en exclusiva de las distintas formas de la unión sexual, traspasando al mismo tiempo los límites de “eros” para inscribirlos (desde el primer plano de la película) en el de “thanatos”, en la destrucción de la relación, en la muerte finalmente.
Paul, que se ha comunicado gran parte del filme por medio de su lengua materna (lo innato) y otro tanto por la aprendida (lo adquirido), ha resuelto su conflicto entre el “ego” y el “superego” con un erotismo que tiene mucho de “místico”; cuando intenta transformarlo en una mínima faceta, no ya de amor, sino de conocimiento, acabará con la muerte.
Su proceso de bajada a estratos primarios de lo humano se cumple incluso en este momento: morir adoptando la postura del feto. Ésa es su definitiva situación.
129'