La última obra para pantalla grande (después haría dos series televisivas) que rodó Manuel Mur Oti fue este extrañísimo drama existencial, en el que el fantasma de un hombre, que habitó durante toda su vida en la casa solariega de la familia, vuelve tras su muerte al predio paterno para reconstruir los azares de su existencia entre aquellas cuatro paredes, desde que era un niño hasta que muere varias décadas más tarde. El espectro del difunto, en off, rememorará entonces, mediante flashbacks, los fogonazos de memoria que le llegan con la contemplación de cada rincón de la casa, los momentos álgidos de su vida: sus tiernos días de infancia, la adolescencia y con ella la iniciación amorosa, la juventud en la que perdió a su madre y posteriormente a su hermana, a las que adoraba...
Mur Oti fue todo un lujo para el cine español de finales de los años cuarenta, cincuenta y buena parte de los sesenta. En una cinematografía que, en general, abjuraba de la cultura como venero argumental o estilístico, Mur Oti puso en pie, a trancas y barrancas, una coherente obra fílmica donde corrientes artísticas como el Neorrealismo italiano, movimientos como el existencialismo, o mitos como Fedra, eran moneda corriente sobre las que cimentaba sus películas.
Con la llegada de la Transición, y con ella las nuevas libertades, Mur Oti, sin embargo, sigue haciendo el cine que le interesa, el que le gusta, el de grandes temas, para la ocasión la elegía sobre el tiempo pasado, la nostalgia de la felicidad de la infancia y la juventud, la fugacidad de la existencia humana. Con ese planteamiento, en un momento histórico en el que el cine (como el resto de manifestaciones artísticas) se disponía a una explosión de libertad como no había conocido la cinematografía española hasta la fecha, Morir... dormir... tal vez soñar, como era de prever, pasó totalmente desapercibida, entre generosas dosis de epidermis que ocupaban las carteleras y millones de españolitos deseosos de sacudirse tantos años de represión.
Y lo cierto es que, vista con perspectiva, varias décadas después, el film (basado en una historia de José Mallorquí, el creador de El Coyote) no carece de interés: estilísticamente es muy hermosa la forma de narrar, con la voz en off del ectoplasma que aún no sabe que lo es, recordando aquellos días felices (o infelices, que también los hubo), mientras vemos un plano fijo de algún rincón deteriorado de la casa, que en un momento determinado se transfigura, cobra vida y se llena de personajes que desarrollan la escena que el fantasma rememora. Temáticamente, su incardinación en los temas de la melancolía por el tiempo pasado y su ambientación de época le confiere un hálito intemporal; por otro lado, la hermosura de las imágenes en su tristeza nostálgica y fúnebre, su digresión cultista sobre el amor, la felicidad, el arte, el sexo... le otorgan una sensación extraña, evanescente, de una exquisitez poco frecuente en el cine de la época y, me temo, de cualquier época en el cine español.
Por el contrario, el tono demasiado discursivo, inevitable por la fórmula narrativa seleccionada, lastra el avance de la trama, la historia de un hombre que ha idealizado su hogar paterno, su casa familiar, hasta el punto de que, en una conversación con su padre, mientras escucha en su oído el rumor de una caracola, le espeta: “todo el mar dentro de esta caracola, todo el cielo dentro de esta casa”. Una casa en la que habrá disfrutado del tiempo de la felicidad, pero también de las pérdidas de las personas más amadas, curiosamente todas mujeres: madre, hermana, esposa. Curiosamente también, todas esas muertes no ocurrirán en escena, sino que serán contadas por el protagonista en secuencias posteriores. Esa obsesión por revivir los momentos felices del pasado será también responsable de que, a su pesar, no pueda rehacer su vida con otra mujer, que intuye, con razón, cómo los fantasmas de las mujeres se interpondrían permanentemente en su relación.
Es lógico pensar que en su momento histórico Morir... dormir... tal vez soñar, se viera como una auténtica marcianada, algo ajeno al tiempo que le tocó vivir. El paso de los años, en este caso, ha debido actuar en su beneficio, con ese halo de intemporalidad y de nostálgica saudade que la impregna totalmente.
Pedro Díez del Corral compuso aquí uno de los escasos personajes protagonistas de su carrera, al que confirió su porte aristocrático, que tan bien convenía a su papel. Entre las actrices cabe destacar a dos extranjeras, Jane Seymour, que interpreta a la hermana del protagonista, algunos años después de haber sido chica Bond en Vive y deja morir (1973), y la neozelandesa Nyree Dawn Porter, que se había hecho popular por su participación en famosas series televisivas de la época, como La saga de los Forsyte y Los protectores.
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