La visión de Philadelphia aclara, entre otras, dos cuestiones; una, que Jonathan Demme, el interesante director de El silencio de los corderos, está especialmente dotado para obras en la que aparezca el tenebroso abismo de la maldad sin afeites, ese lado oscuro del corazón que late en toda persona. Ése es su mejor cine, el del Ray Liotta de Algo salvaje, el de ciertas ráfagas de Casada con todos y El eslabón del Niágara, y sobre todo el del excepcional Anthony Hopkins del citado El silencio..., un cine que nada tiene que ver con el terror al uso, sino con la propia y cruel esencia del ser humano; por eso mismo, en los films donde está ausente esa perversidad se comporta como un mero profesional, competente pero impersonal. Dos, que el sida y la homosexualidad, aún tocándose ya con cierta normalidad en el cine yanqui, están sujetos a ese invento tan espantoso que ha dado en llamarse "lo políticamente correcto".
Eso es lo que se sirve en la película: abogado gay enfermo del temible virus es despedido por su importante bufete por esta última circunstancia, alegando incompetencia en su trabajo. Llega entonces otro abogado (negro, en este caso, para que sea "politically correct") y homófobo, quien sin embargo se mete sus perjuicios donde la caben y decide asumir la acusación en nombre del despedido. Por supuesto que se sabe cuál será el final, que no es necesario destripar, de puro evidente, y el tono del film, con sus buenos-buenísimos (el despedido y su letrado, más los amigos de uno y otro) y sus malos-malísimos (los importantes WASP del bufete), resulta de un maniqueo difícilmente creíble, aunque se agradecen que sean los ricos los que pierdan.
Sólo en algunos momentos aparece la sombra del genio malévolo de Demme, como en ciertas secuencias del interrogatorio en el juicio, sobre todo en las intervenciones de la defensora (la siempre competente Mary Steenburgen), cuya sonrisa de oreja a oreja es sólo comparable a su reconcentrada mala leche.
Philadelphia no es un film rechazable: al contrario, su mensaje de solidaridad con los enfermos del sida llega nítido al espectador y eso está bien. Otra cosa es que, a fuerza de ser "políticamente correcto", termine siendo "artísticamente insuficiente". Por lo demás, tiene las mismas propiedades del queso fundido de igual nombre; es blandito, se unta bien y entra con suavidad; un producto innecesariamente "light", un paso en falso en la carrera de Jonathan Demme.
(19-08-2002)
125'