Hasta ahora teníamos a Alejandro Amenábar por uno de los más interesantes directores españoles (aunque nació en Chile, prácticamente toda su vida ha transcurrido en España). Desde su descubrimiento con Tesis (1996), hecha con tres perras gordas pero con notable tensión narrativa, su cine fue creciendo con las sucesivas Abre los ojos (1997), Los otros (2001) y, sobre todo, Mar adentro (2004), que se puede considerar sin mucho margen para la duda como su obra maestra. Sin embargo, con Ágora (2009) retrocedió ostensiblemente, y el fiasco comercial que supuso (una película con un coste de 70 millones de dólares, con una distribución en USA a través de una empresa de segunda fila, que la hizo irrelevante en el mercado yanqui que aspiraba a conquistar) le ha tenido en el dique seco durante seis años. Pero no parece que el hispano-chileno vuelva por sus fueros, sino que insiste en seguir perdiendo el favor del público, en una línea descendente a la que, por ahora, no se le ve fin.
Comienzo de los años noventa, en una población de la América profunda (aunque esté rodada en Canadá…): hay una cierta psicosis de rituales satánicos que se han convertido en uno de esos temas recurrentes que cualquier sociedad, de vez en cuando, hace suyos: son muchas horas al día y hay que llenarlas… en ese contexto, se descubre que, al parecer, un padre, ex alcohólico y ahora entregado al fanatismo religioso, ha abusado de su hija adolescente, junto a otros miembros de la comunidad que conforman una especie de secta satánica. Un detective de corte más bien irascible tendrá que discernir qué hay de verdad en todo ello…
Pero lo cierto es que en Regresión lo único que de verdad se corresponde con el título es la regresión que está teniendo lugar con el cine de Amenábar. Donde antes había buena materia guionística (gracias, como bien dice mi colega y amigo Federico Casado, a su anterior coguionista, Mateo Gil), ahora hay balbuceos argumentales; donde había estilo cinematográfico ahora hay torpeza caligráfica; donde había capacidad de tensar la acción hasta límites casi insoportables, ahora no se sabe crear una atmósfera ni siquiera medianamente tenebrosa; donde había una coherencia, una concordancia temática y estética, ahora sólo hay disparidad, anarquía y “look” como de telefilme de sobremesa; donde había exquisitez y capacidad de sugerir, ahora se bordea directamente el ridículo.
Los actores están penosos: Ethan Hawke, sin ser Laurence Olivier (o Anthony Hopkins, si hablamos de un mito interpretativo actual, para que lo entiendan las nuevas generaciones), ha tenido películas en las que ha estado mucho más convincente. Incluso Emma Watson, la inolvidable Hermione Granger de la saga de Harry Potter (de largo el gran descubrimiento joven de la serie cinematográfica), siempre tan solvente, está aquí como perdida; acaso sea que carece, en sentido estricto, de papel, de personaje, y lo que le han endilgado es un estereotipo, un rol elemental sin trastienda, aunque Amenábar intente desesperadamente que la tenga. Si hasta la aparición de un actor notable como Lothaire Bluteau hace que nos acordemos de nuestro payaso Fofito, del que el intérprete canadiense parece aquí su hermano gemelo…
Lástima de película, de empeño, de presupuesto elevado para lo que se estila en España, de rodaje en inglés para facilitar el acceso al mercado USA-Canadá, coproductores del filme. Todo eso, me temo, se quedará en nada, porque el producto es muy flojo, endeble hasta la extenuación. En ese contexto, entiéndase la solitaria estrellita que encabeza esta crítica como el voluntarioso voto de confianza que aún mantenemos en un cineasta que nos ha demostrado con anterioridad valer mucho más que esta tontería que parece querer remitir a filmes de culto (hay homenajes, por llamarlo de alguna forma, a títulos como Eyes Wide Shut y El resplandor), pero cuyo resultado lo asemeja más a alguna de aquellas espantosas majaderías de Ed Wood, el cineasta norteamericano de los años cincuenta que fue biografiado entrañablemente por Tim Burton, y que en su momento fue calificado como el peor director de la Historia del Cine. Eso sí, Wood hacía malas películas, pero resultaban divertidas en su ridiculez. Me temo que en este caso en vez de risas hay patetismo. Lo dicho, qué pena…
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