Tiene cierta tendencia Clint Eastwood, como director, a poner en imágenes historias reales, o inspiradas en hechos o personajes verídicos: ahí están, entre otras, Bird (1988), Cazador blanco, corazón negro (1990), Invictus (2009), J. Edgar (2011), Jersey Boys (2014) y El francotirador (2014), y además esa tendencia se está intensificando con los años, como se puede apreciar por la cada vez más apretada cadencia de los años de producción de los filmes citados. Pero Eastwood no es, afortunadamente, el típico pulcro ilustrador de historias reales (para eso ya están los pegaplanos que manufacturan TV-movies como si fueran morcillas), sino que siempre le aporta su toque personal, que hace que ese tipo de cine biográfico o histórico gane en densidad, gane en valores cinematográficos.
Lo ha vuelto a hacer con esta Sully, y además con un tema que, en otras manos, se hubiera convertido en el típico filme de catástrofe en el que el héroe de turno, aunque aquí no tenga mallas, se convierte casi en un superhombre. En Enero de 2009 un avión que acababa de partir del aeropuerto de La Guardia en Nueva York sufrió un grave problema en sus motores al chocar con una bandada de aves. A partir de ahí, el piloto (el Sully del título, diminutivo afectuoso de Chesley Sullenberger) intenta volver al aeropuerto, pero pronto se percata de la imposibilidad del empeño, por lo que, en cuestión de segundos, decide posarse en el río Hudson, que divide la Gran Manzana. Contra todo pronóstico, consigue hacerlo y, sin pretenderlo, se convierte en un héroe. Pero las autoridades de aviación tienen sus dudas sobre lo acertado de la decisión…
Efectivamente, en vez de hacer el habitual panegírico sobre el hombre que salvó 155 vidas, Eastwood se centra precisamente en sus dudas, en sus miedos al saber que, al tomar una decisión que algunos muy importantes creen equivocada, podía haber terminado con su carrera, con su familia, con su vida. Esa zozobra, esa tortura en el interregno entre la salvación de 155 vidas y la validación de su maniobra, constituye la almendra, lo auténticamente valioso de esta película que, digámoslo ya, es muy eastwoodiana: su héroe es de carne y hueso, un hombre callado, honesto y sencillo, que hizo lo que creía debía hacer, y cuyo factor humano jugó a favor de la resolución del trágico accidente que pudo ser fatal: no sólo por los 155 pasajeros y tripulantes que salvaron la vida, sino incluso por los que podrían haberla perdido en la propia Nueva York si el avión se hubiera estrellado en la ciudad.
Al fondo queda la hazaña, el prodigio que obró, desde su experiencia y sentido común, este hombre bueno de horrible bigote (el del primer oficial era peor, sí), el hombre que el ciudadano de a pie supo desde el primero momento que era el héroe involuntario que el Poder, siempre el Poder, fue tan reticente a reconocer.
En el duelo entre máquina y hombre, entre la simulación desde la confortabilidad de quien sabe que no está en juego su cuello ni el de otras ciento y pico de personas, y la temible perspectiva de morir en pocos segundos, está la virtud de este filme que, sin ser de los mejores de Eastwood, sí que mantiene ese tono profundamente humanista que caracteriza la carrera del cineasta de San Francisco. Loor a este director, de filmografía creciente en calidad e incluso en cantidad, que hace a sus 86 años esta película tan fresca, intensa, tan alejada de la galería, tan centrada en la figura del hombre y no de la máquina.
Buen trabajo de Tom Hanks, que aquí se ve se ha sentido implicado, incluso concernido, por el retrato de este héroe moderno, un héroe que no vuela (bueno, sí, pero con las alas del avión), y cuyo milagroso aterrizaje en el Hudson lo convirtió, a su pesar, en leyenda.
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