Basilio Martín Patino firmó su práctica de fin de carrera en la Escuela Oficial de Cinematografía (la mítica EOC, de la que salió lo mejor del llamado Nuevo Cine Español), alcanzando con ello el grado de director-realizador, con este cortometraje, Tarde de domingo, que aunque puede considerarse no sin razón como un filme académico y dentro de los usos y costumbres de la época, sin embargo presenta algunas características interesantes que lo diferencia de sus pares.
Una chica, quizá entre los veinte y los treinta años, perteneciente a una típica familia de clase media urbanita de comienzos de los años sesenta. Es domingo por la tarde, y su plan para salir (se intuye que con una amiga que trabaja en una cafetería, por la conversación telefónica que oímos a medias) se frustra. Sus padres salen de paseo, y la muchacha se queda en la casa. Va pasando el tiempo y no encuentra nada que la entretenga: toca el piano, se come un pan con mermelada, rebusca sin éxito con el dial de la radio, se asoma a la calle, lee un libro, corta unos patrones de costura… Nada mantiene su atención durante mucho tiempo, ese tiempo que tarda mucho, muchísimo en pasar. También se asoma al patio, desde donde ve a un grupo de chicos y chicas que celebran una fiesta en piso cercano; uno de los muchachos la invita a subir a la fiesta, pero ella, nerviosa, solo acierta a recoger la ropa que tiene tendida y meterse en la casa…
Auténtica radiografía del tedio, Patino no iba a dejar pasar la ocasión, como podíamos imaginarnos, para hablar, aunque fuera con sordina, de la represión (exógena o endógena) del franquismo sobre la ciudadanía española, auténtico “leit motiv” del cine patiniano durante toda su carrera, con Franco y después de Franco. Así, invocando la nobleza (y, por tanto, la intocabilidad) de los clásicos, el cortometraje se abre con un cartel que recoge un fragmento de El Libro de Buen Amor, de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, en el que la vieja celestina del texto, la Trotaconventos, proclama “así estades, fija, virgen et mancebilla,/ sola e sin compannero, como la tortolilla,/deso creo que estades amariella et magrilla” (“así estás, hija, virgen y doncella, sola y sin compañero, como la tórtola, por eso creo que estás amarilla y flaca”), toda una declaración de intenciones.
De esta forma, el tedio, el tiempo que no pasa, la tarde del domingo inacabable vendrá dado porque a la joven, sin novio ni chico que la corteje, estando como está en edad de merecer (como decimos en mi tierra cuando se habla de muchachos con las hormonas revueltas y por ello proclives a practicar sexo), se le hace eterno todo, nada le cuadra, nada la distrae. Crítica esquinada y de rebote entonces, Patino nos habla de la represión franquista que procede del adoctrinamiento que el gazmoño nacionalcatolicismo insufló en la población sobre los peligros del sexo.
De hecho, hay señales en la protagonista de una evidente autorrepresión: cuando los jóvenes de la fiesta del piso de arriba la invitan a unirse a ellos, nerviosa, hace como que está recogiendo la ropa (cuando lo cierto es que se había asomado, curiosa, ante el guirigay del “pick-up”) y se esconde enseguida en su piso, su madriguera, donde se encuentra segura lejos de la perdición de los hombres; esa misma impresión da cuando un joven, en la calle, al parecer amigo de los de la fiesta, acude a la casa de sus compañeros con unas botellas; cuando ve a nuestra protagonista asomada a la ventana, le hace gestos e insinuaciones (las dos botellas enhiestas sobre su propio pecho, como si fueran metafóricos, gigantescos pezones) que no se puede decir que sean inocentes; en ese momento, quizá para resaltar los dos extremos, el director hace pasar por detrás del chico a un cura con todos sus avíos, sotana (estamos antes del Vaticano II, cuyos nuevos vientos tardarían antes de llegar a la ominosa España de Franco) y bonete, que parece refunfuñar algo cuando ve a nuestro sátiro de poca monta.
Hablar de sexo sin mostrar ni hablar en sentido estricto de sexo, esa quizá sea la mayor virtud de este filme que, por lo demás, se ve obviamente influenciado por la corriente realista, casi naturalista, que impuso en literatura, pero también en cine, El Jarama, la novela de Ferlosio cuya huella es visible en la mayor parte de las películas españolas de la época que tenían otros objetivos que el meramente comercial.
Aparte de ello, como buena práctica colegial, Patino muestra toda la panoplia de recursos de lenguaje que estaba de moda en la época: veremos “travellings”, panorámicas, incluso algún que otro zoom. No habrá fundidos ni encadenados porque en la época no se solían usar, al menos no en el cine joven que buscaba romper con los encorsetamientos de un cine periclitado y artrítico. El director utiliza con frecuencia el primer plano y los planos medios, para estudiar el rostro hierático de una actriz, Matilde Marcos, cuya intervención en el corto supondrá su debut y su despedida del cine. Pero en general, al margen de esos recursos estilísticos que, de alguna forma, estaba obligado a utilizar, el corto es sobrio, austero, buscando hacer patente en el espectador esa sensación de tedio sin fin que es lo que siente la protagonista.
A citar como curiosidad la aparición en el equipo técnico de algunos de los profesionales más relevantes de las siguientes décadas en el cine español, desde el director de fotografía Luis Cuadrado (aquí cámara) a los guionistas y directores Víctor Erice (aquí humilde script) y Antonio Eceiza (aquí ayudante de dirección). Eso sí, los sonidistas, Antonio Castillo y Mariano Peñacoba (que no tuvieron continuidad en el oficio), hicieron un trabajo regular, siendo benévolos: el sonido es casi inaudible, aunque habrá que tener en cuenta que en aquel tiempo el sonido directo era la excepción, no la regla.
29'