Es curioso que la cinematografía mundial que ha dedicado más películas (y generalmente de interés) a la incidencia del sida en la sociedad de los últimos treinta años quizá haya sido la francesa. A vuela pluma podemos recordar, por supuesto, la reciente y estupenda 120 pulsaciones por minuto (2017), de Robin Campillo y la más antigua pero también interesante Los testigos (2007), de André Téchiné, ambas ambientadas en los años de plomo de la pandemia, a primeros de los noventa, pero también Théo & Hugo, París 5:59 (2016), de Martineau y Ducastel, que se localizaba temporalmente en esta década de los años diez del siglo XXI en la que se escribe esta crítica.
París, en 1993, en la época en la que los enfermos de sida morían a millares en todo el mundo. En ese contexto, conocemos a Jacques, novelista, gay y con un hijo tenido con una mujer años atrás. Jacques tiene relaciones esporádicas con chicos, aunque también ha tenido algunas parejas permanentes, como Marco, quien le confiesa que ha sido diagnosticado como enfermo de sida, por lo que le pide alojarse con él. El propio Jacques también es portador del VIH, aunque no se le había manifestado todavía la enfermedad. En un viaje a Rennes, el novelista conoce a un chico bretón, Arthur, del que se enamora...
Christophe Honoré es un escritor, dramaturgo, guionista y director de cine que goza de prestigio en su país. Sus temáticas son siempre duras, como esta del sida, aunque también gusta de adaptar los clásicos, como hizo con Métamorphoses (2014), en la que versionó el famoso texto de Ovidio. Vivir deprisa, amar despacio es, en puridad, una historia romántica, pues realmente de lo que se trata es de la crónica de un amor, un amor que va tomando grosor, que va creciendo con pequeños detalles, a veces con aparentes desafectos, en un juego que, entre varones, es obvio tiene distintos protocolos que en parejas heterosexuales.
Tiene empaque la película de Honoré, bien narrada, con una historia creíble y que no se hace morosa a pesar de las dos horas largas que dura. Es cierto que quizá un cierto retoque en el metraje la hubiera hecho más ligera y asequible, pero no es un defecto capital, porque tal cual está no desfallece su ritmo sino que, en todo caso, se dilata un poco más de lo necesario.
Estamos en una historia en la que, por supuesto, la pavorosa enfermedad que ha causado en todo el mundo casi cuarenta millones de muertos, el sida, tiene un papel preponderante: es el detonante de la tragedia que asuela al protagonista, primero con un antiguo amante al que aún, secretamente, ama; después, siendo él mismo el que se verá atrapado por el mal; pero en el fondo su tema es el amor, y cómo este quizá llegue tarde, cuando ya no sea posible hacerlo duradero.
Con una última escena plena de un dolor callado y silente, con una elipsis de una amarga belleza, Vivir deprisa, amar despacio (título español, por cierto, algo chocante: recuerda aquella frase lapidaria atribuida erróneamente a James Dean: “vive deprisa, muere joven, ten un cadáver bonito”) se constituye en una interesante aportación a la temática del sida y de cómo influyó en el amor en los convulsos años en los que su detección en cualquier persona suponía el equivalente a una sentencia de muerte, además de ser objeto de una tremenda proscripción social.
Buen trabajo de los dos protagonistas, un Pierre Deladonchamps que se dio a conocer en El desconocido del lago (2013) pero que después ha revalidado su clase actoral en títulos como El hijo de Jean (2016), y el jovencísimo Vincent Lacoste, quien, a pesar de tener apenas solo 25 años, tiene ya tras de sí una sólida trayectoria como actor interesante.
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