Ese cine que recuerda vagamente los dramáticos BBC sigue teniendo su valor hoy día: he aquí una prueba irrefutable. Puesta en imágenes por un cineasta que echó (casi) literalmente los dientes en la gran televisión pública británica, el tono, la clase, también el engolamiento aristocrático propio de la realeza, están aquí, presentes; sin embargo, también aparece algo muy “british”, muy BBC, ese tono plebeyo de quienes se saben clase baja pero que llegan a tener una conexión especial con los patricios a los que, en circunstancias normales, sólo servirían (en este caso literalmente, sin el casi…).
Basado en un hecho real, las peculiares clases que un entusiasta y poco ortodoxo logopeda australiano dio durante los años treinta al primero Duque de York y después rey Jorge VI, para curar o al menos aliviar la tartamudez que el monarca padeció toda su vida, El discurso del rey es de esa clase de películas que reconfortan, que ayudan a seguir creyendo en el género humano, aun con la que está cayendo, y a pesar de que sepamos que, por mucho que el logopeda llamara Berti al rey, como sólo hacía la familia real, seguía, seguiría siendo un chiquichanca, un chisgarabís, aunque años más tarde lo nombrara Caballero de una de esas órdenes que los anglos tienen para reconocer méritos a los plebeyos.
Pero esa consideración “de clase”, por llamarla de alguna forma, no empaña, en absoluto, los valores del filme, en el que el director Tom Hooper (autor hasta ahora de un solo largometraje para cine, The Damned United) aplica con sabiduría las reglas que aprendió tras las cámaras de la BBC en innúmeras series. De esta forma, la película explota inicialmente con habilidad las diferencias de los dos protagonistas, el rey y el hijo del cervecero, evidenciando sus diferencias, sin subrayados innecesarios, y propiciando el paulatino acercamiento entre ambos, con su inevitable punto de ruptura previo al momento del clímax (el mentado discurso del título), en el que un rey tartaja pudo hacer frente al miedo del portero ante el penalti (para la ocasión el miedo del jerarca ante el micrófono) gracias a las técnicas sumamente heterodoxas de un buen hombre con cierta cualidad de misionero, que llevó a la práctica, laicamente y en el corazón del Imperio Británico, en vez de religiosamente y en las selvas africanas.
Filme de actores, los duelos interpretativos se suceden, con notables escenas. Para mi gusto, la mejor es la que se desarrolla entre los dos protagonistas, monarca y logopeda, mientras caminan por las calles de un Londres de mediados de los años treinta, en el transcurso de la conversación que dará lugar a su ruptura y pondrá en peligro no sólo la capacidad del rey para vencer la tartamudez, sino también sus propios fantasmas interiores que le atenazaban para convertirse en el líder que el país necesitaba, y finalmente, le alejaba de la amistad real, sincera, sin fisuras, de un hombre que le quería por sí mismo, no por sus títulos y su nobleza.
Obra hermosa, reconfortante, bien interpretada y dirigida, no es la opera magistra que alguno ha querido ver, pero tampoco hacía falta: es buen cine “british”, y con eso queda casi todo dicho.
Excelente trabajo el de Colin Firth, con muchas papeletas para llevarse el Oscar este año: ya se sabe que a los académicos de Hollywood les gusta sobremanera premiar personajes con minusvalías físicas, y si además es rey, como en este caso, en un país que adora la monarquía (como es sabido, el presidente de los Estados Unidos no es sino un rey republicano con fecha de caducidad, ocho años como máximo), el galardón puede estar más que adjudicado, y es bastante seguro que Firth pose el próximo 27 de Febrero con una reproducción dorada del tío Oscar en sus manos.
Entre el resto del reparto sobresale Geoffrey Rush, cuyo catetito australiano de corte filántropo está muy bien representado, incluso con una cantidad de matices que superan el trabajo de Firth, siendo éste tan valioso. Quedan otros papeles interesantes, como una Helena Bonham Carter cuyo porte aristocrático tan bien conviene al de la esposa del rey, futura Reina Madre que duró más que un martillo enterrado en manteca (102 años, casi el número del coñac…).
Como apunte no sé si malicioso, el arzobispo de Canterbury es interpretado por el gran Derek Jacobi, cuyo papel más recordado será, sin duda, el emperador romano que componía en la serie televisiva Yo, Claudio, un personaje que se caracterizaba precisamente por su… tartamudez.
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